viernes, 7 de marzo de 2014

El asesino de Whitechapel, 125 años de sangre y violencia : Los misterios de quien fuera conocido como "Jack el Destripador"




I) ¿Inventó el propio asesino su alias criminal?


Desde el mes de septiembre de 1888 comenzó a arribar a la policía británica correspondencia remitida por sujetos que se identificaban como responsables de los homicidios del East End londinense. Por tales fechas sólo se habían verificado dos de las muertes que tradicionalmente se le asignan al asesino; vale decir, la de Mary Ann Nichols y la de Annie Chapman.

Las autoridades no concedían difusión a estos comunicados, ya sea para evitar que cundiera el pánico en la gente o, sencillamente, porque estimaron que eran obra de bromistas.

El maníaco aún carecía del seudónimo que le valdría su renombre universal. La prensa, a falta de un calificativo mejor, se limitaba a referirse a él como el "Asesino de Whitechapel".

Pero llegaría el 27 de septiembre de 1888. Ese día la denominada “Agencia Central de Noticias de Londres” alegó haber recibido una carta firmada por el homicida anunciando nuevos crímenes, y el día 29 de ese mes la entregó a la policía.

El tenor de la extraordinaria epístola relacionaba:

        "... Querido Jefe: Constantemente oigo que la policía me ha atrapado pero no me echarán el guante todavía. Me he reído cuando parecen tan listos y dicen que están tras la pista correcta. Ese chiste sobre "Mandil de Cuero" me hizo partir de risa. Odio a las putas y no dejaré de destriparlas hasta que me harte. El último trabajo fue grandioso. No le di tiempo a la señora ni de chillar. ¿Cómo me atraparán ahora? me encanta mi trabajo y quiero empezar de nuevo si tengo la oportunidad. Pronto oirán hablar de mí y de mis divertidos jueguecitos. Guardé algo de la sustancia roja en una botella de jengibre para escribir, pero se puso tan espesa como la cola y no la pude usar. La tinta roja servirá igual, espero, já, já. En el próximo trabajo le cortaré las orejas a la dama y las enviaré a la policía para divertirme. Guarden esta carta en secreto hasta que haya hecho un poco más de trabajo y después tírenla sin rodeos. Mi cuchillo es tan bonito y afilado que quisiera ponerme a trabajar ahora mismo si tengo la ocasión. Buena suerte. Sinceramente suyo. Jack el Destripador..."

Y en una especie de posdata impresa transversalmente, el redactor del comunicado se mofaba:

        "... No se molesten si les doy mi nombre profesional. No estaba bastante bien para enviar esto antes de quitarme toda la tienta roja de las manos. Maldita sea. No ha habido suerte todavía, ahora dicen que soy médico, já, já..."

A esta comunicación se le adicionó muy pronto una postal, también recepcionada por la Agencia Central de Noticias, el 1 de octubre de 1888, donde su emisor, tras presentarse como "Saucy Jacky" (en español sería Jacky el Descarado), se manifestaba en los siguientes términos:

       "...No estaba de broma, querido jefe, cuando le di la información. Mañana se enterará del trabajo de ese descarado de Jacky. Doble función esta vez. La número uno chilló un poco. No pude acabar enseguida. No tuve tiempo de cortar las orejas para la policía. Gracias por guardar la carta de mi último trabajo. Jack el Destripador..."


La postal “Jacky el Descarado”


Es un punto en discusión establecer si el verdadero criminal escribió algunas de aquellas misivas que llegaron a poder de los periodistas y de las autoridades. Esta incertidumbre parece imposible de despejar, y a más de ciento veinticinco años de los eventos la interrogante sigue en vigor.

En los archivos de la Policía Metropolitana y en los Archivos Generales de Londres se conservan más de doscientos mensajes vinculados al asunto. Pero sólo una ínfima proporción merecería que se les preste atención.

Una de las escasas comunicaciones reputada por los especialistas como eventualmente veraz fue la que el 16 de octubre de 1888 recibió en su domicilio el Presidente del Comité de Vigilancia de Whitechapel, empresario constructor George Akin Lusk.


George Lusk:
El presidente del Cómité de Vigilancia
fue receptor de una sórdida broma


Esa carta fue acompañada por una caja de cartón que contenía un trozo de riñón humano. Junto con el horrible obsequio iba un recado escrito con letra irregular, tosca y plagada de errores gramaticales -que en esta transcripción se obvian- cuyo texto decía:

      "...Desde el infierno Mr. Lusk, Señor: Le envío la mitad del riñón que saqué de una mujer, lo guardé para usted, la otra parte la freí y me la comí, estaba muy buena. Puedo mandarle el cuchillo ensangrentado con el que lo saqué sólo si espera un poco. Firmado: Atrápame si puedes. Mister Lusk..


La misiva con el encabezado: “Desde el infierno”


La primera ocasión en que un ex periodista se habría incriminado admitiendo ser el emisor de correspondencia remitida a las autoridades y a los medios de comunicación bajo el seudónimo  Jack the Ripper, se registró en un relato publicado por la revista Crime and Detection en agosto de 1966. En dicho artículo, el profesor y grafólogo Francis Camps cuenta cómo fue que conoció a Frederick Best, antiguo notero del diario Star.

Este último le refirió que, durante el tiempo de los asesinatos de Whitechapel, él en colaboración con un colega de provincias, fue el responsable de pergeñar todas las cartas del "Destripador", y que lo hizo motivado por el afán de "mantener con vida el negocio" de la venta de periódicos, notablemente incrementado entonces merced al sensacionalismo originado por aquella ola de crímenes.

Añadió que, para concretar el plagio, se valió de una pluma marca Waverley Nib,  a la cual deliberadamente estropeó a fin de que su trazo diese la impresión de que las misivas eran obra de un sujeto semi analfabeto.  Empero, esta versión no luce congruente, pues si algo destacaba en aquella célebre epístola trazada con tinta roja era la atildada caligrafía y la correcta ortografía del guasón que la escribiera.

Hoy día, sin embargo, se duda de esta versión, pues se da por descontado que la mayoría de los mensajes se debieron a ciudadanos impelidos por los más diversos intereses (no necesariamente periodistas).


Frederick Best:
periodista que se adjudicó la invención
del seudónimo “Jack el Destripador”


La epístola que dio comienzo a la escalada de comunicados, y que hizo público el apodo Jack the Ripper, se supone que arribó el 27 de septiembre de 1888  a la Agencia Central de Noticias de Londres  (estaba fechada al 25 de ese mes). Esa carta devino la primera firmada con el famoso mote.

Se especula fuertemente que el texto fue redactado, no por el aludido Frederick Best sino por el reportero Thomas Bulling con la anuencia de su jefe de prensa, John Moore. Este periodista trabajaba para aquella agencia noticiosa, y resultó encargado de llevarla personalmente a las autoridades un día antes del doble crimen de Jack el Destripador.

Cuando ese 29 de septiembre de 1888 el inspector Adolphus Williamson, que a la sazón oficiaba, de hecho, como jefe de prensa de Scotland Yard, leyó la carta que su amigo Thomas Bulling le trajo, no pareció especialmente impactado. Aunque la policía lo ocultaba, lo cierto era que ya tenían noticias sobre varios mensajes relacionados con los crímenes que se venían consumando en el East End de Londres. Por eso, al pesquisa esa noticia no le generaba mucha emoción.


Inspector Adolphus Williamson


Pero debía cumplir su trabajo y comunicó la novedad a sus superiores, quienes guardaron dentro de un cajón aquella letra. Probablemente no hubiera salido nunca de allí si al día siguiente no ocurriera lo imprevisto: el "doble evento"; vale decir: los dos homicidios perpetrados en la madrugada del 30 de septiembre que tuvieron por víctimas del maníaco ultimador de prostitutas a Liz Stride y Kate Eddowes.

A la primera difunta la habían degollado pero no mutilado, y tampoco le sustrajeron órganos. Sin embargo, el cadáver de la otra fallecida padeció una virtual carnicería: múltiples tajos asestados por un cuchillo frenético laceraban su faz, y uno de ellos le había rasgado el lóbulo de su oreja derecha. Cuando colocaron el cuerpo inerte en el ataud, el lóbulo troceado se desprendió y cayó dentro.

Este tétrico hecho bastó para que se creyese que el presunto homicida, que en aquella ocasión firmaba Jack el Destripador (o más exactamente "Jack el desgarrador" en inglés) fuese aceptado, sin más, como el genuino emisor de la amenazante epístola. Y es que en ella, entre otras jactancias y banalidades, se proclamaba:

       "...en el próximo trabajo le cortaré las orejas a la dama y las enviaré como broma a la policía..."

Esta fue la génesis de un mito que pervive hasta el presente. Esos horribles crímenes suburbanos posiblemente hubiesen quedado relegados al olvido o, al menos, minimizados, si el anónimo victimario hubiese seguido siendo conocido como "El Asesino de Whitechapel", o por el mote de "Mandil de Cuero", con el cual se lo designase mientras se pensó que el responsable era el zapatero judío John Pizer, luego exculpado.

Ninguno de estos alias delictivos poseían el gancho mediático del que rubricaba aquella carta que la Agencia Central de Noticias de Londres, por medio del ya citado Thomas Bulling, hizo llegar a Scotland Yard; y que presuntamente la había remitido previamente el matador serial a sus oficinas dirigiéndola a su jefe de redacción. De allí el encabezado "Querido Jefe", pues a un jefe de prensa iba destinada la misiva, en vez ser cursada directamente a las autoridades.

Muy curioso resulta que un asesino elija a una agencia noticiosa para promocionarse. Aunque parecería que en realidad sí remitió algunos mensajes al cuerpo policial, aunque sin encontrar mayor eco.

El 17 de septiembre de 1888 habría arribado a manos del máximo responsable de la Policía Metropolitana, general Charles Warren, una epístola inculpatoria, y otra similar la recibió el Departamento de Investigación Criminal el 25 del mismo mes. Frente el silencio opuesto por los jerarcas el emisor optó por dirigirse a la prensa para ver si ahora lo tomaban en serio. Luego de esto, los casi doscientos periódicos británicos compitieron en medio de una fiebre de tiradas dedicadas a las tropelías de Whitechapel.

Entre los más furibundos resaltaba el Star de Frederick Best. Este periódico, recién fundado en 1888, hizo su agosto gracias a la conmoción social que los asesinatos provocaron; pero ciertamente no representó el único órgano de difusión favorecido. La palma al efecto se la llevó la Agencia Central de Noticias de Londres, que vendió a los diarios muchas copias de aquellas epístolas que el criminal tan generosa, como sospechosamente, les obsequiaba en forma personal.

Muchos años más tarde –según antes señalamos- un anciano Frederick Best se inculpó reconociendo, en un artículo periodístico, que él en complicidad con otro reportero inventó a "Jack el Destripador".

Durante largo tiempo se reputó a este sedicente periodista como plausible responsable de forjar el mito sensacionalista de Jack the Ripper, e incluso en películas y mini series televisivas (por ejemplo: "Jack el Destripador", serial inglesa de 1988 con Michael Caine en el protagónico principal) veremos a ese inquieto reportero y al diario Star jugar un papel de gran fuste en la saga ripperiana.

No obstante, desde época relativamente reciente (año 2001) las cosas comenzaron a cambiar. En "Letters  from  hell"; publicación española: "Jack el Destripador. Cartas desde el infierno" (ediciones Jaguar, Madrid, España, 2003), los expertos Stewart Evans y Keith Skinner plantearon que el responsable no fue otro sino Thomas Bulling.

Sostienen que ese periodista fabricó (de su puño y letra) el mensaje, y también inventó el mediático seudónimo; contando para ello con el consenso de su jefe de prensa John Moore. La primordial fuente que acusa a Bulling y a la Agencia Central de Noticias provino de John Litlechild, un inspector  jefe de la Brigada Especial de Scotland Yard, el cual, en una misiva redactada en 1913, le confió a su amigo el dramaturgo y periodista George R. Sims su convicción de que las cartas suscritas con el infame alias constituyeron un bulo creado por un sector de la prensa.



II) El extraño graffiti de la calle Goulston


Un inciso aparte en esta historia sobre el perfil mediático del elusivo criminal lo configura la célebre pintada trazada con tiza sobre el muro de la calle Goulston. Así se llamaba la calle de Whitechapel por donde habría transitado, durante su escape, el asesino tras destripar a Catherine Eddowes y arrojar contra la pared que portaba la consigna un trozo de tela impregnado en sangre; presumiblemente  arrancado de las ropas de esa occisa.

El tenor del mensaje fue objeto de permanentes discusiones pero, en general, se acepta que señalaba lo siguiente:

      “LOS JUWES SON LOS HOMBRES QUE NO SERÁN CULPADOS POR NADA”


El texto en inglés reproducido en un informe policial


No llegó a fotografiarse nunca la escritura pues se ordenó que fuera borrada, tras instrucciones impartidas por el jerarca supremo de la Policía Metropolitana británica Sir Charles Warren, quien se había personado al lugar.

Cabe concluir, entonces, en que otro notable acto publicitario, cimentador de la leyenda, lo configuró la frase estampada sobre un muro descubierta luego de perpetrado el crimen de la plaza Mitre, la cual se erigió en una incógnita menor inmersa dentro del misterio mayor que rodeó a los homicidios.

Si realmente se trató de un acto deliberado a cargo del asesino, estaríamos frente a un suceso clave que devela el móvil principal, o uno de los móviles accesorios que lo impelían a matar, a saber: su afán por causar el mayor impacto y extrañeza posibles; el anhelo mediático. Dicha característica habría parecido insólita cuando se concretaron aquellos delitos, pero ya no lo resulta tanto en épocas recientes.
 
El fragmento de ropa ensangrentada, que delató la presencia de la frase estampada en la pared, había sido descubierto por el agente policial Alfred Long  placa 254 A, no perteneciente al distrito H -que era la jurisdicción de los policías que custodiaban en Whitechapel-, sino a la división de Westminster; y que fuese asignado al patrullaje del área a modo de refuerzo. El hallazgo tuvo lugar en la madrugada del 30 de septiembre de 1888 durante el curso de un rastreo rutinario.

Al comenzar esa madrugada dos mujeres habían sido asesinadas en el distrito y la policía actuaba intensamente en procura de cerrar las vías de escape al criminal. Pero esa noche reservaba otra sorpresa a los agentes. A las 2 y 55, Long en su ronda por la calle Goulston vio un trozo de delantal de mujer manchado con sangre caído en la entrada que conducía a la escalera de los números 108-119 de las viviendas modelo Wentworth.

De inmediato  el policía se abocó a buscar otras señales de sangre, pero no las había. Sin embargo, en el lado derecho de la entrada, por encima de la plataforma, hizo un segundo hallazgo. Escrito en tiza blanca contra una pared de ladrillos negros estaba visible el mensaje. Long no investigó a los inquilinos residentes en ese edificio y se limitó a buscar en las escaleras. No encontró allí tampoco rastros de sangre ni huellas de pisadas. Luego, tras consignar en su libreta el texto de la frase descubierta, tomó el delantal ensangrentado y se dirigió a la comisaría de la calle Leman. Una vez en esa sede, informó de los hechos y entregó la prenda al inspector que estaba de guardia.


Arcada en cuyo pasaje interior
se trazó la enigmática pintada

Desde esa comisaría se contactaron con la Policía de la City, dado que dentro de la competencia de ésta se había consumado el crimen; siendo llamados a comparecer al escenario de los luctuosos hechos varios pesquisantes de dicha jurisdicción.

En particular, el detective Daniel Halse montó guardia frente al muro donde se consignaba el mensaje y se quedó protegiendo esta importante evidencia forense hasta el arribo del inspector James Mac William, jefe del Departamento de Investigación de Scotland Yard de la City, quien ordenó que el graffiti fuera fotografiado lo antes posible.

Pero su colega el superintendente inspector Thomas J. Arnold de la Policía Metropolitana, que también había arribado al lugar, mostró dudas y prefirió aguardar ordenes superiores, debido a que la prueba estaba localizada dentro del ámbito competencial perteneciente a la Policía de la Metro.

Seguidamente se le comunicó la novedad al general Charles Warren. Una vez que, alrededor de la hora 5 de esa mañana, el supremo jefe policial de Inglaterra concurriera a dónde fue hallado el extraño mensaje dispuso que el mismo fuera borrado de inmediato, y prohibió que le tomaran fotografías.


Dibujo contemporáneo que muestra a Sir Charles
rodeado por sus subordinados mientras lee el graffiti


General Charles Warren:
Máximo Jefe de la Policía Metropolitana


Ese mandato fue aceptado a regañadientes por el principal policía de la City de Londres, comisionado Henry Smith, quien en sus memorias fustigaría acerbamente a Sir Charles por adoptar esa actitud.

Dicha decisión se fundó en evitar posibles desordenes y disturbios al estimarse que se trataba de una consigna antisemita insultante, y que el público podría tomar represalias generalizadas contra los integrantes de esta colectividad que habitaban en el distrito.

En los alrededores poblaba una vasta comunidad judía que ya había sido objeto de recelos por los habitantes del East End mientras se mantuvo detenido a John Pizer -“Mandil de Cuero”- acusado de ser el responsable de inferir los desmanes.

Además, el primero de los dos asesinatos concretados aquella noche se llevó a cabo al lado de un club socialista emplazado en la calle Berner cuya principal concurrencia era de origen semita, y esta coincidencia podía inducir a creer que el criminal integraba dicha colectividad.

Debe tenerse presente, asimismo, que al arribar el general Warren a dónde lucía la pintada ya era de madrugada y pronto amanecería, lo cual la dejaría expuesta a la vista de mucha gente que se congregaba en una feria que tenía lugar todas las mañanas de domingo en las inmediaciones de la calle Goulston.

Aunque devinieran infundadas, y producto de la xenofobia, las sospechas recaídas sobre miembros de la grey judía con asiento en el este de Londres, tal suspicacia fue muy pertinaz.

De aquí que los motivos de la cautela exhibida por el jerarca al mandar borrar el escrito en la pared no devendrían tan ilógicos y absurdos como, vistos en retrospectiva, parecerían haber sido.

Pero lo real fue que el graffiti -haya o no sido obra del criminal- adquirió estado público, y la tal vez loable mesura que inspiró al responsable policial a hacerlo prontamente desaparecer, impidiendo que fuera fotografiado, ninguna utilidad revistió sino que, contrariamente a sus propósitos, sólo sirvió para fomentar las suspicacias.

¿Acaso las autoridades ocultaban datos esenciales por oscuras e inconfesadas razones? ¿Había un complot de alto nivel destinado a proteger al perpetrador?

La prensa ciertamente no desaprovechó la oportunidad de agudizar sus críticas contra la policía en general, y sobre su máximo jefe en especial.
Novelescas obras literarias posteriores considerarían a la enérgica actitud asumida por el general Warren como una pieza importante dentro de sus teorías acerca de la existencia de una conspiración a gran escala.

La pintada hecha sobre el friso de la calle Goulston, junto con las cartas, establece el perfil mediático que alimentó el misterio, y le garantizó su triste pero duradera celebridad.
           
Aquel acto constituiría el germen de álgidas y antagónicas interpretaciones. ¿Se quiso referir en la pintada a los Judíos? –“Jews” en inglés– ¿O, en cambio, su autor realmente escribió “Juwes”, y tal término tendría otra significación?

Dentro de las eventuales acepciones de esa palabra, quizás no mal escrita, podría haber implicancias masónicas, según algunos ensayistas plantearon. También se ha rebatido esta posición considerándose que la palabra “Juwes” ningún significado poseía en la tradición masónica. Y como tal vocablo no existe en el idioma inglés, de haberse impreso así, esa escritura pudo obedecer a un mero error de ortografía.

En otro sentido, otros escritores pretendieron que verdaderamente en la pintada se decía “Jews” –“Judíos”, en mayúscula– y que la diferencia que se creyó advertir en esa palabra es atribuible a un error de transcripción sufrido por Alfred Long, el primer policía que la descubriese, cuando la anotó en su libreta personal antes de que el jefe ordenara hacer desaparecer el mensaje.

Pero, más allá de esas polémicas, vale aquí resaltar que se debe tener en cuenta que algunos de los más sólidos especialistas actuales sobre el caso del Destripador le restan importancia al episodio, ponderando que la escritura no tuvo por qué ser necesariamente autoría del homicida.

Opinan que el graffiti podría estar estampado con anterioridad a llevarse a cabo la acción criminal. Parecería que no era infrecuente, en aquel tiempo, que los frentes y demás paredes de las casas suburbanas en la principal urbe del mundo estuviesen decoradas con pintadas similares.

De tal suerte, los peritos Stewart Evans y Keith Skinner han afirmado:

      “...Esa frase sobre la que tanto se ha discutido y analizado, puede que ni siquiera fuese escrita por el asesino. Si el trozo de delantal se hubiese depositado en el siguiente portal, probablemente se hubiese estudiado con lupa una críptica pintada totalmente diferente. Porque entonces, como ahora, este tipo de pintadas eran comunes en el East End de Londres…”



III)  ¿Tuvo imitadores Jack el Destripador?


Tal vez el fenómeno de los homicidios de imitación (perpetrados por "copycats") no sea tan moderno tal cual parecerían indicarlo películas taquilleras de reciente data. Es posible que el viejo monstruo de la era de la reina Victoria no fuera una unidad, sino que aquella brutal matanza constituyese obra de una sucesión de matadores que se imitaron entre sí.

Respecto a este asunto cabe recordar la historia del amante de Elizabeth Stride y la hipótesis de que ese sujeto ultimó por despecho a su mujer, y que ese crimen pasó como uno más dentro del elenco fatal de los cometidos por el depredador de Whitechapel, cuando en realidad sólo se habría tratado de un vulgar crimen pasional.

Resulta pertinaz la desconfianza en relación con el presunto tercer homicidio atribuido al mutilador; o sea, el perpetrado contra la prostituta sueca de cuarenta y cinco años apodada "Long Liz" ("Liz la Larga").


Elizabeth Stride pudo morir a manos de su amante


Hasta escasos días previos a su óbito, acaecido en la madrugada del 30 de septiembre de 1888, la mujer convivió con un belicoso irlandés de nombre Michael Kidney. Se separaron luego de una violenta pelea (una de las tantas); pero antes del incidente Liz lo había denunciado a causa de malos tratos verbales, amenazas y agresiones.

El individuo (cuyo apellido rememora inquietantes evocaciones, pues equivale a "riñón" en lengua inglesa) exhibió un comportamiento tan asombroso que despertó justificadas suspicacias en investigadores ulteriores, aún cuando debe admitirse que no fue reputado sospechoso por la policía de la época.

Sin embargo, tanto sus declaraciones inmediatas al cruel desenlace, cuanto sus actitudes posteriores, dieron pábulo a acentuados recelos. De ser veraz la conjetura de que dicho hombre fue el ultimador de su novia, no cabría dudar que interpretó a entera satisfacción el papel de inocente, cual si de un buen actor aficionado que supo cubrir hábilmente sus huellas se hubiese tratado. Supo fingir indignación frente a la impericia de que hizo gala la policía a la hora de desenmascarar al que mató a su "amada" Elizabeth.

A escasas horas de saberse del crimen se personó en la comisaría de la calle Leman y montó un escándalo. Entró borracho y aferró por las solapas al sargento de guardia, al cual le espetó: "Si hubiesen asesinado a Liz la Larga en mi distrito, y fuese policía, yo ya me habría matado".

Entre otros peritos, la ripperóloga A.P.Wolf, autora de "Jack. The Myth", sustenta la culpabilidad de Michael Kidney en el homicidio de Elizabeth Stride, y destaca que el incidente antes referido ocurrió el 1º de octubre de 1888, un día después del atentado fatal contra la meretriz, cuando por entonces los policías todavía no sabían cuál era la identidad de esta víctima. Por consecuencia, a esta escritora el problema provocado en la comisaría, donde tan histriónicamente Kidney manifiesta su desazón echando en cara a los agentes lo ineficaces que eran por no descubrir al ejecutor de su amante, le parece que es una de las más firmes pruebas de su culpa.

¿Cómo pudo saber en aquel momento este hombre que la aún anónima víctima no era otra sino su amante Long Liz? Y más aún: ¿Cómo podía saberlo si al declarar en interrogatorios posteriores reconoció que desde días atrás, luego de una agria disputa, se encontraba separado de ella? Por lo tanto, Michael Kidney se erigiría en un sospechoso de primer orden respecto del asesinato de esta víctima en particular.


Michael Kidney:
sospechoso de asesinar fingiendo ser el Destripador

     
Pero la plausible imitación asesina en el caso de los crímenes de Jack el Destripador no se limita a esa posibilidad aislada.

También llama la atención el homicidio de Catherine Eddowes, que resultó muy diferente a los tres crímenes canónicos que le antecedieron –los de Nichols, Chapman y Stride–, pues aquí el rostro de la difunta fue mutilado. Los estudiosos suelen justificar esa disparidad en la actitud seguida por el criminal, esgrimiendo la opinión de que los victimarios seriales se van tornando más audaces a medida que avanzan en sus ataques, y que necesitan operar cada vez con mayor encarnizamiento impelidos por un irrefrenable crescendo salvaje.

Pero: ¿Si esto no hubiese acontecido así en el caso del Destripador? ¿Y si el ejecutor del East End no fue una única persona, sino que cada asesinato se hubiese debido a la aparición de sucesivos imitadores de los homicidios precedentes?

Si tal fuera la situación, el ultimador de Kate Eddolwes por fuerza debió  –en el acto de provocar mutilaciones faciales a esa agredida– obrar remedando la conducta observada por otro matador, al cual la gente consideraba el verdadero causante de los decesos que venían sobreviniendo. Lo inquietante es que tal extremo pudo en verdad haber acontecido. Ocurre que por las fechas en que cristalizó la secuencia de  atentados, otra muerte más –aparte de las canónicas y las de Emma Elizabeth Smith y Martha Tabram– fue atribuida a la saña del mismo perpetrador.

Se trató del homicidio de una chica de nombre Jane Beadmoore acaecido entre la noche el 22 y la madrugada del 23 de septiembre de 1888, en la localidad de Birttley Fell, County Durhan, una semana antes de ser finiquitada Catherine. En esa emergencia, la fenecida soportó extensas mutilaciones faciales. Vale significar, se trató de idéntico género de ataque que precisamente iría a reiterarse pocos días más tarde en el crimen consumado en la plaza Mitre.

Su cadáver exhibía cortes en el abdomen y en la región genital y, lo que era peor aún, le habían acuchillado frenéticamente la cara hasta desfigurarla. Las heridas abdominales semejaban a las padecidas por dos víctimas que toda la prensa adjudicaba al matador tildado "Asesino de Whitechapel" (pues el mote "Jack el Destripador" todavía no había cobrado estado público).


Mutilaciones faciales curiosamente semejantes en las víctimas Jane Beadmoore y Kate Eddowes


La mujer asesinada contaba con veintiocho años, seis más que su homicida, un joven que realizaba trabajos ocasionales. El individuo, si bien se mostró hábil al imitar los precedentes crímenes del bajo Londres intentando así despistar, incurrió en errores muy torpes que facilitaron su aprehensión. Entre éstos se cuenta el hecho de vender –dos días después del crimen– su ropa con manchas de sangre a una tienda de compra al menudeo. A su vez, varios testigos declararon haberlo visto con la occisa en los momentos previos a concretarse el ataque letal; y la precipitada huida de la localidad emprendida por el sospechoso contribuyó a dejarlo en evidencia.
 
Pero lo relevante es que para la prensa el asesinato de Beadmoore y el sucedido a la siguiente semana en la plaza Mitre eran faena del mismo perpetrador. Ese convencimiento caló muy hondo en el público. Tanto fue así que, aunque dos meses después se arrestó al asesino de Jane y se supo que el responsable era un rufián llamado William Waddell –que había sido amante de la muchacha y que la mató por despecho–, ese homicidio bien pudo servir de modelo al inferido contra Eddowes, pues por entonces fue echado a la lista de los infligidos por Jack el Destripador.
     
Por consiguiente, vale enfatizar que ya en la era de la reina Victoria existían asesinos imitadores, y dicho extremo quedó comprobado, entre otros casos, por el crimen de Beadmoore. Y ello pues resulta que, tras su captura, el ultimador confesó a sus interrogadores haberse inspirado en las muertes que venían  aconteciendo en los arrabales del este de Londres. Pero, a la parafernalia de aquellas matanzas precedentes que imitó, el ejecutor de esta joven le añadiría un nuevo y siniestro ingrediente: las mutilaciones faciales.

Los modernos estudios sobre el comportamiento psicopático homicida coinciden en sostener que en crímenes particularmente sangrientos, donde preexiste una relación pasional entre la víctima y el victimario, no resulta infrecuente que el asesino infiera tajos sobre la faz de la persona agredida, para de tal manera “deshumanizarla”. Se trata de un comportamiento habitual en los homicidas violentos que actúan imbuídos por lo que en criminología se denomina “pensamiento mágico”.
 
Como el matador de Jane era un ex amante suyo, la vinculación pasional incidió sobremanera. El crimen estuvo motivado por los celos, y por la frustración que experimentó aquel sujeto al verse rechazado en su tentativa de reanudar la relación sentimental. No se trató de un delito meramente impulsivo, sino que el responsable buscó en forma deliberada despistar y alejar de sí la atención de la policía, cuando decidió remedar la operativa del mutilador victoriano procurando que los pesquisas creyeran hallarse frente a otro deceso más en esa cadena de agresiones mortales.

Sin embargo, William Waddell no copió el cruel acto de rebanarle a cuchillo la cara a su víctima –menoscabo que no tenía planificado, y que no  había ocurrido aún en los desquicios del East End–, sino que ese brutal añadido obedeció a un impulso. Como el crápula conocía a la mujer y se hallaba ligado pasionalmente a ella, en forma inconsciente, trató de deshumanizarla al infligir esa desfiguración facial puesto que, según confesaría a sus aprehensores: “No pude soportar cómo me miraba”.


Jane Beadmoore: víctima de un homicida imitador.
Al principio se creyó que esta joven había sido asesinada por el demonio de
Whitechapel, pero luego la policía apresó a su verdadero ejecutor


Mary Ann Nichols (31 de agosto 1888) y Annie Chapman (8 de septiembre 1888) también padecieron profundas incisiones en sus abdómenes, y le extrajeron órganos a la última. No se había practicado mutilación facial todavía, por lo cual este nuevo crimen no tenía por fuerza que serle asignado al mismo victimario.

No obstante, los periodistas sí lo atribuyeron, y durante un par de meses, mientras se mantuvo libre el auténtico responsable, toda Inglaterra estaba convencida de que el homicidio de Jane Beadmoore también había constituido una sanguinaria faena del Destripador.

¿El motivo de este error? Según parece, los periódicos de entonces dieron amplio pábulo a la hablilla de que el perpetrador, además de acuchillar a sus presas humanas en el abdomen y extirparle órganos, les desfiguraba el rostro. Esta versión falsa circuló con extrema insistencia tras el asesinato de Annie Chapman, y no fue desmentida hasta tiempo después.

Debido a ello fue que el verdadero ultimador de Jane, el aludido ex novio, pensaba que el asesino de Whitechapel rebanaba a cuchilladas la cara de sus víctimas. Por esa razón, de acuerdo confesó, fue que ejercitó esas laceraciones faciales para que los investigadores creyeran que el crimen también pertenecía a aquel homicida, y de ese modo desviar las sospechas sobre su persona y salir impune.

De poco le valió la treta a este imitador (tempranero copycat de la era victoriana). Lo descubrieron, fue declarado culpable por el tribunal reunido al efecto, y pagó su culpa pereciendo en la horca.



IV)  ENIGMAS  EN  LA  MUERTE  DE  MARY JANE  KELLY


Thomas Bowyer, conocido como "Indian Harry", por tratarse de un militar retirado del ejército inglés de la India, mejoraba los ingresos de su magra pensión trabajando como cobrador al servicio de John McCarthy, dueño de unos miserables cuartuchos en el edificio llamado Miller´s Court, cuyos ocupantes en su mayoría eran mujeres que se ganaban la vida ejerciendo la prostitución.

Una de aquellas desafortunadas era Mary Jane Kelly, joven irlandesa pelirroja de venticinco años que rentaba la habitación número 13.

En la mañana del 9 de noviembre de 1888 el casero mandó a su dependiente a que fuese hasta aquella covacha para tratar de cobrar la renta que la chica adeudaba. Afuera se oía el jolgorio de un día festivo para los londinenses, en el cual se celebraba la fiesta del Lord Mayor, título que recibe en el Reino Unido el Alcalde de Londres, York y otras ciudades importantes del país.

Bowyer llamó varias veces a la puerta. Como no obtuvo respuesta se dirigió hacia una ventana lateral que él sabía tenía una rotura. Cuidando de no lastimarse, introdujo su mano a través del hueco del vidrio y descorrió la cortina para escudriñar hacia el interior. Lo que vio le hizo proferir un grito de horror.

Sobre la cama empapada en sangre yacía el destrozado cuerpo de la desdichada inquilina. Su estómago lucía abierto en canal, y sus órganos internos se amontonaban en torno suyo, cual una masa informe, repugnante y sanguinolenta.

El cuadro era dantesco y el cadáver estaba irreconocible. Posteriormente, el ex novio de la víctima, el jornalero Joseph Barnett, aseguró en la morgue que se trataba sin duda de Mary Jane, pues la reconoció a causa de su cabellera rojiza, y por sus ojos y orejas, que era lo único que quedó intacto en aquel rostro desfigurado.

Lleno de espanto, Indian Harry volvió corriendo al bazar de su patrón y le comunicó sobre el terrible descubrimiento. El arrendador fue junto con su empleado a Miller´s Court y comprobó la escena mirando también él a través de la hendija. Llamaron a la policía, y pronto acudieron los inspectores Walter Beck y Frederick Abberline, y casi al mismo tiempo el médico forense George Bagster Philips.

¡Parecía más la obra de un demonio que la de un hombre!, exclamaría  más tarde en los estrados un conmocionado John McCarthy, al deponer en la encuesta judicial instruida por motivo de ese crimen.

Así dejaba constancia de la tremenda impresión que le produjo el monstruoso hallazgo, que estremeció incluso a los endurecidos agentes que concurrieron a aquella tétrica habitación.


Dibujo del arrendador John McCarthy (a la derecha);
al lado: macabra fotografía del cadáver de Mary Kelly
                                     

No cabe vacilar que la joven y bella irlandesa pelirroja de ojos azules conocida por los motes de "Ginger", "Fair Emma" o "Jeannette" Kelly, resulta la víctima de Jack the Ripper cuya muerte arroja mayores incógnitas.

El 8 de noviembre de 1888, penúltimo día en la existencia de esta mujer, su casi adolescente vecina Lizzie Albroock acudió hasta su pieza a visitarla, y allí emprendieron una ánimada plática que fue interrumpida bruscamente por Mary, quien le aconsejó a su oyente: "Hagas lo que hagas, no termines como yo", palabras sombrías y premonitorias si las hay.

Entre la noche del 8 y la madrugada del 9 de noviembre, Mary Jane Kelly fue vista mientras era abordada por hombres, cuando menos, en dos oportunidades. La testigo del primer avistamiento fue la viuda Mary Ann Cox, una prostituta de treinta y un años que vivía en la pensión de Miller´s Court.

Pero posiblemente el más trascendente testigo que la habría observado en compañía masculina, horas previas a su óbito, lo constituyó un individuo llamado George Hutchinson. Se presentó tres días después del crimen, el 12 de noviembre, en la estación de policía de la calle Comercial, y su inicial deposición fue recogida por el sargento de guardia Edward Badham.

Este informante, por medio de esa tardía denuncia, declaró haber visto a la chica caminando asida del brazo de un cliente muy peculiar. El deponente describió con minucia el aspecto de aquel sujeto, a quien calificó como "extranjero, posiblemente judío".


Viñeta que recrea el avistamiento de Mary Kelly caminando
junto a un sospechoso cliente horas previas a su deceso


Tan interesante pareció su testimonio que se llamó al inspector Frederick Abberline para interrogarlo. El detective aseguró en un reportaje de prensa que aquellas declaraciones le parecieron veraces y muy sugestivas. Señaló en concreto: «Lo he interrogado esta tarde y tengo la opinión de que su declaración es verdadera. Él me informó que en ocasiones le había dado unos chelines a la fallecida y que la conocía desde hacía tres años. También me dijo que le sorprendió que el acompañante de Kelly fuera un hombre tan bien vestido.»

Si damos crédito a la especie que a la policía aportó el testificante, por aquel tiempo se alojaba en el hogar Victoria de la calle Comercial y regresaba de Romford, en Essex, cuando advirtió cómo un individuo se personaba a la muchacha que él conocía por el mote de “Ginger”. Se trataba, a todas luces, de un posible cliente que requería los servicios de la atrayente ramera.

De acuerdo se conjetura, el mismo George también resultaba ser uno de los clientes habituales de dicha joven. Declaró que hacia las 2 de la madrugada del día 9 de noviembre, justo antes de arribar a la calle Flower and Dean se encontró con Marie Jeannette Kelly, la mujer asesinada. Eran amigos o, cuando menos, tenían mucha confianza entre sí. De otra forma no se explica que ella le preguntara si tenía algo de dinero para prestarle, de conformidad reportó Hutchinson. Él estaba sin un penique, y así se lo dijo. Ella le contestó que debía conseguir dinero para pagar la renta y prosiguió su camino.

En la denuncia se relata de qué modo un sujeto que venía transitando en dirección contraria a la de la joven le dio un golpecito sobre el hombro y le susurró al oído unas palabras que la hicieron echarse a reír. Tras esto, el denunciante habría escuchado que ella le decía: “De acuerdo”, a lo cual el presunto cliente respondió: “Saldrás ganando lo que ya te he dicho”. Acto seguido, le acomodó su brazo derecho por encima de los hombros y  marcharon hacia a la pensión de Miller´s Court.

En la mano izquierda el sospechoso aferraba: “Una especie de paquete sujetado por una especie de correa”, atento indicó con lenguaje redundante el testigo; quien añadió: “Yo estaba parado bajo la farola de la taberna Queen´s Head y me quedé mirándolo”.

La descripción suministrada prosigue dando cuenta de que el acompañante de Mary era un hombre de cabellos negros y con apariencia de extranjero, posiblemente un judío. En lo referente a su indumentaria, iba vestido con un gabán largo de color oscuro con cuello y puños ribeteados en piel de astracán, su chaqueta y sus pantalones eran de tono también sombrío, usaba camisa de cuello blanco y corbata negra.

También portaba un sombrero de fieltro opaco, el cual llevaba tan hundido sobre la frente que no permitía observarle con claridad el rostro. Calzaba polainas oscuras con botones claros sobre zapatos abotonados. Pendía de su chaqueta un reloj de bolsillo asido por una gruesa cadena de oro que traía engarzado un ostentoso sello con una piedra de color rojo. Un par de finos guantes de cabritilla enfundaban sus manos completando su elegante
atuendo. En cuanto a su estatura, ésta oscilaba en torno al metro setenta, su edad entre los treinta y cuatro y los treinta y cinco años, su tez era de tonalidad clara tirando a pálida, y lucía un afinado bigote.


Representación alegórica del extraño acompañante
de la víctima descrito por el testigo Hutchinson


¿Por qué razón demoró tres días George Hutchinson en personarse a la policía y radicar su denuncia?  Este atraso indujo a especular que tal vez él era el homicida, y que se tomó ese tiempo para buscarse una coartada. De acuerdo sugieren algunos escritores, este individuo efectivamente era Jack el Destripador, y asesinó a Mary por frustración amorosa. Aquella noche trágica se presentó ante la chica; pues al enterarse que ésta había roto la relación con su concubino creyó que su oportunidad había al fin llegado.

Esa ocasión requirió los servicios de la mujer como un cliente más; pero una vez dentro de la pieza, le manifestó su amor proponiéndole que se fuera a vivir con él. La muchacha lo despreció. Sobrevino una agria pelea y, enardecido de despecho, la estranguló previo a inferir las salvajes mutilaciones en las cuales esta vez, por el odio desatado, estaba ausente la precisión ginecológica que caracterizó al resto de la matanza del Ripper.

Una vez repuesto del éxtasis vesánico que lo invadiese comprendió que se había arriesgado en demasía esa vez. Temió que lo hubiesen visto ingresar junto con su víctima a la habitación del crimen, y salir después ensangrentado. El matador necesitaba distraer la atención antes de que la policía lo detectara sirviéndose de las descripciones que, a no dudar, irían a suministrar quienes lo sorprendieron junto a Kelly aquella madrugada.

Esgrimió la historia de haber observado a la occisa abordada por un extranjero rico. Sabía que de ese modo las miradas apuntarían a un hebreo, y la xenofobia que desde la acusación contra "Mandil de Cuero" - John Pizer - se venía desatando haría el resto. No desconfiarían de que un decente trabajador inglés como él era el verdadero responsable de la masacre.

Sin embargo, la conjetura donde se lo acusa no parecería contar con base sólida; y lo cierto es que obra prueba en apoyo de las afirmaciones de este informante. La versión de aquel hombre fue convalidada por los dichos de la vecina Sarah Lewis. Esta fémina, tanto en la encuesta judicial como en deposiciones formuladas en los periódicos, informó haber concurrido a Miller´s Court entre las 2 y las 3 de la madrugada de la noche fatídica. Al ingresar contempló a un tipo sospechoso, cuya fisonomía coincidía con la de Hutchinson, rondando por la entrada del patio de aquel edificio.

La joven Sarah, de veintitrés años, alegó que había reñido con su esposo -luego se supo que era su concubino del cual ya tenía un hijo y otro venía en camino, pues estaba embarazada de cinco meses por entonces-, y haber ido a pernoctar al hogar de una familia amiga que allí residía. La dama también contó haber escuchado, cerca de las 4 de esa madrugada, el grito de "¡asesinato!"  prorrumpido por una voz femenina; pero adujo que no se molestó en salir del apartamento a verificar de dónde procedía el llamado, debido a que tales barullos eran frecuentes por allí, y porque no volvió a oír nada más.

Y no sólo este presunto amigo y cliente sería reputado sospechoso de haber sido el victimario. El último compañero sentimental de la finada también fue objeto de una hipótesis inculpatoria desarrollada décadas más tarde.

Joseph Barnett tenía treinta años, y estaba cesado de su trabajo habitual cuando fue brutalmente masacrada su ex novia Mary Jane Kelly, ese viernes 9 de noviembre de 1888. Su actividad usual consistía en trabajar como changador en el mercado de pescado de Billinsgate, aunque ocasionalmente laboraba de peón en la construcción.


Bosquejo de Joseph Barnett: última pareja de Mary Kelly


Fue el último concubino de la joven y sensual irlandesa conocida como "Marie Jeannette", "Fair Emma", "Ginger", y por varios otros seudónimos; y hasta escasos días precedentes a la tragedia compartió con ella la minúscula habitación número 13 del edificio de Miller´s Court, situado frente al número 26 de la calle Dorset.

El 30 de octubre de 1888 se había separado de la chica, tras protagonizar una violenta pelea en cuyo transcurso los airados amantes se agredieron lanzándose con cuanto objeto contundente tuvieron a mano y, de resultas de tal estropicio, se rompió el vidrio de la ventana contigua a la puerta que daba ingreso al modesto alojamiento.

Al parecer, mientras el hombre se hallaba con empleo, ayudaba a la manutención de la muchacha, y ésta no ejercía la prostitución ni se alcoholizaba durante esos intérvalos. El problema radicaba en que Joe solía estar desocupado, situación que precipitaba las fricciones entre ambos provocando que, acuciada por la necesidad, ella volviera a vender su cuerpo, recorriendo las callejuelas del Este de Londres en busca de clientes.

La realidad era que la peliroja no conocía otra forma de ganarse la vida para afrontar el pago de la renta y mantenerse, y aún dedicada a su profesión las ganancias obtenidas no le alcanzaban para saldar sus cuentas. Tanto era así que a la fecha de su muerte, su retraso en el abono de los arriendos ascendía a una libra y nueve chelines.

Ese adeudo determinó que –atento ya se dijera- Thomas Bowyer, el dependiente encargado de las cobranzas, aporreara su puerta a las ocho de aquella lúgubre mañana y, tras correr la escuálida cortina que cubría el cristal roto, a fin de averiguar si la mujer estaba dentro y fingía no oírlo, escudriñó por la hendidura captando la conmocionante visión de aquel cuerpo irreconocible y mutilado tumbado en el camastro tinto en sangre.

Joseph Barnett dispuso de oportunidades más que suficientes para ser el homicida de su amante, e igualmente para finiquitar a las precedentes víctimas. En la teoría que lo postula como el culpable de las muertes se sindica que, dada su relación sentimental con Mary, representaba una figura familiar para otras compañeras de oficio de aquella, circunstancia que contribuyó a que éstas no estuvieran en guardia cada vez que él procedía a agredirlas.

En cuanto a las desfiguraciones que exhibían los cadáveres, se argumentó que la destreza adquirida por este sujeto, gracias a su labor de cortador de pescado en el mercado, le habría dotado de los rudimentos técnicos que el macabro desmembrador victoriano acreditó poseer a la hora de diseccionar los organismos. Este trabajador resultaba un joven carente de fortuna que, en principio, no mostraba bastante inteligencia para hacer pensar que pudiese salir bien librado. Sin embargo, evitó la segura ejecución que habría sido su destino inexorable si era desenmascarado y aprehendido.

Conforme se supo, un homónimo suyo falleció en 1926 en la localidad británica de Stepney, a la edad de sesenta y ocho años; bien podría haberse tratado del amante de Kelly, y haber constituido -ciñéndonos a esta propuesta- su bárbaro matador. Enfermo de pasión por la cautivante peliroja Barnett habría tratado de persuadirla para que abandonase su existencia promiscua y se comprometiese en exclusiva con él.

A tal fin, la emprendió contra las compañeras de oficio de su novia, finiquitándolas de una forma singularmente violenta y sádica. Si Mary creía que podía transformarse en la próxima víctima de un implacable psicópata, era factible que se convenciera de que lo mejor para ella consistía en renunciar definitivamente a las calles, y pasar a vivir segura bajo la protección de su fiel amante.

El retorcido plan parecía ir transitando por exitoso camino. La joven transcurría sus días sumida en el temor, tras enterarse de los espantosos homicidios que se iban acumulando a su alrededor. Pero al descubrir el enamorado a su chica compartiendo el lecho con otra prostituta llamada María Harvey -según una versión las sorprendió en medio de una relación lésbica- se retiró de la vivienda, humillado y derrotado en su afán reformador.

En la madrugada del 9 de noviembre de 1888, Joseph habría arribado a la habitación número 13 de Miller´s Court para ensayar un postrero intento reconciliador y trató de hacer, de una vez por todas, las paces con su antigua concubina. Sobrevendría el tajante rechazo de la mujer, otra virulenta disputa, y la furia del individuo se dispararía como jamás antes ocurriera. Ello explicaría la extensión y el salvajismo de las mutilaciones.

¿Fue Joseph Barnett el asesino de su amada y, además, Jack el Destripador? Casi seguramente no, atendiendo a la carencia de evidencias aptas para incriminarlo. La hipótesis que lo pinta como un hombre que se abismó en los crímenes más barbáricos cegado por el amor frustrado, aunque literariamente devenga seductora, resulta demasiado artificiosa y forzada.

Poco se sabe a ciencia cierta del gris cortador de pescado y peón de albañil ocasional. Tal vez continuó residiendo en Whitechapel. Es posible que haya contraído enlace o que se buscase una nueva concubina, tratando de olvidar la tormentosa tragedia caída cual funesto rayo tan cerca suyo. Quizás -conforme se especulase- se mudó del distrito y, sin llamar la atención, concluyó oscuramente su existencia casi cuarenta años más tarde.            

Tras la defunción de Mary Jane Kelly otro de los testimonios reproducidos en la encuesta judicial devino especialmente conflictivo. Se trató del vertido por un sastre de la calle Dorset de nombre Maurice Lewis -sin ninguna relación parental con la testigo homónima antes aludida-. Este caballero insistió que conocía muy bien a la fallecida y al hombre que fuese  su pareja sentimental -Joseph Barnett- al cual él identificaba por el apodo de "Danny". Indicó que vio a ambos de jarana y bebiendo licor en la taberna "The Horn o´Pienty" en compañía de su joven vecina Julia Venturney.

Lo preocupante de esa declaración se centró en la hora en que el testigo aseguró haber avistado al alegre trío, a saber: las 10 de la mañana del 9 de noviembre de 1888. Ocurre que -de atenernos a los reportes forenses- la infeliz muchacha ya había sido brutalmente masacrada horas atrás y, desde entonces, su destrozado cadáver debía irremisiblemente estar yaciendo sobre el ensangrentado camastro de la habitación sita en el número 13 de la pensión donde moraba.

El testimonio del sastre se adicionó a otro que dio no pocos quebraderos de cabeza a los investigadores: el aportado por Caroline Maxwell. Pese a ser contradichas sus afirmaciones en la instrucción judicial, la mujer se empecinó en sostener que se había visto cara a cara con Mary Jane Kelly después de cuándo aquella debía estar muerta. El encuentro se habría producido entre las 8 y las 8,30 del mencionado 9 de noviembre en la esquina de Miller´s Courts. La deponente repitió que no abrigaba la más mínima duda acerca del horario porque su marido siempre regresaba de trabajar a las 8 en punto de la mañana.

A la testificante le llamó la atención comprobar que la bonita meretriz se hallaba con su ánimo sumamente decaído, acusando obvios síntomas de malestar; por lo cual, le ofreció ron a fin de levantarle el espíritu en el curso de una breve conversación. También apuntó que, una hora más tarde, la volvió a ver hablando con un individuo en el club Britannia, popularmente conocido como el Ringers en honor al apellido del propietario de ese establecimiento.

Caroline proporcionó un minucioso recuento del aspecto que exhibía aquel hombre y de la ropa que vestía la chica. La presunta Kelly lucía una falda oscura, corpiño de terciopelo y un chal marrón. Maxwell expresó que dicha vestimenta era habitual en la finada, y reiteró que en esa segunda emergencia tampoco se había equivocado al identificarla. El inspector Frederick Abberline interrogó personalmente a esta testigo, la cual se mantuvo inflexible en sus aseveraciones.

Estos curiosos aportes testimoniales dieron pie a los recelos. Por caso, en una vidriosa versión, se atribuyó al detective Abberline haber consultado con un médico de nombre Thomas Dutton si no era posible que Mary hubiese sido finiquitada por una mujer que escapó del teatro del crimen usando las ropas de su víctima para disimular, y que fuera a ésta a quien los deponentes confundieron con la occisa.


Vista de las ventanas laterales de la habitación del crimen


Otras ideas más estrafalarias aún se formularon, aunque fueron postuladas a través de obras de ficción. En "The Michaelmas girls" ("Las muchachas de San Miguel"), publicada en 1975, el autor John Barry Brooks sustentó que aquellos testimonios no estaban equivocados ni eran falsos.
Efectivamente fue Mary Jane Kelly la fémina a la cual vieron los testigos en horas tan tardías de esa mañana.

¿La explicación? la muchacha no fue la víctima cuyo lacerado cuerpo halló la policía en la lóbrega habitación. Por el contrario, Kelly -con la asistencia de un cómplice masculino- constituía la victimaria, y el descarnado cadáver pertenecía a una pordiosera a la cual el perverso dúo atrajo con engaños. En consecuencia, Mary y su secuaz fueron los responsables de los crímenes atribuidos a Jack el Destripador.

En el mundo de los hechos reales la policía concluyó, sin embargo, que los testigos Lewis y Maxwell se habían confundido en cuanto al horario, o respecto a las personas que creyeron ver. No quedaba otra opción más que considerar erróneos estos testimonios.

El informe de la autopsia redactado por los forenses doctores George Bagster Phillips y Thomas Bond precisaba con exactitud el tiempo en que acaeció el óbito el cual quedó fijado, como mucho, próximo a la hora 5 de la madrugada de aquel luctuoso 9 de noviembre.



V)  ¿VIDENTES  E  ILUMINADOS  DESCUBRIERON LA IDENTIDAD  DEL CRIMINAL?



Robert James Lees fue un psíquico, médium y espiritista cristiano que alcanzó rápida fama en la corte de la reina Victoria. Apenas contaba con dieciseís años cuando fue conducido ante la Monarca para mostrarle sus dotes de precoz visionario. Tan grata impresión le causó a la reina madre y a su entorno, que continuaría durante muchos años vinculado a la corte en carácter de médium o vidente, cobrando el correspondiente estipendio a cambio de sus servicios.

En la teoría de la conspiración monárquico masónica se incluye una anécdota donde aparece este hombre fungiendo un papel importante en la historia del victimario serial Jack the Ripper. Anécdota que fue repetida a través de distintos medios de prensa hasta llegar a la pantalla grande en películas como "Muerte por Decreto", donde veremos al vidente cooperando codo a codo con el mítico Sherlock Holmes en la búsqueda del elusivo desmembrador de rameras.


Afiche publicitario del filme “Muerte por Decreto”
donde el médium colabora con Sherlock Holmes


Según esta añeja formulación, Lees ayudó a las autoridades británicas en las indagatorias tendientes a desenmascarar al culpable. De esta manera, suministraría relatos describiendo sus visiones respecto de los crímenes, e informando sobre cuál era el posible aspecto del criminal y dónde podría éste estar escondido. En una de sus premoniciones, en particular, habría contemplado claramente el rostro del victimario.

Sucedió que una tarde viajando en uno de los autobuses tirados por caballos (que constituían el medio de transporte habitual en el Londres de 1888), y mientras el rodado avanzaba por Baywater Road, reconoció al Destripador en la persona del hombre que ocasionalmente se hallaba sentado a su frente. Se trataba de un individuo de características distinguidas que iba vestido de levita y portaba un sombrero de copa.

El clarividente descendió raudo del transporte colectivo y siguió los pasos de su sospechoso hasta verlo entrar en una finca sita en Park Lane. Dicha mansión era propiedad de un prominente médico de la casa imperial y, aunque en la narración no se aclara, cabe presumir que Lees conocía al galeno porque también él mantenía fluido contacto con la corona británica.


El vidente Robert Lees en su vejez


Cuando el psíquico requirió el auxilio de las fuerzas del orden fue rechazado en más de una oportunidad. No obstante, su insistencia produciría frutos, y más adelante lograría que un detective lo acompañase a inspeccionar la residencia del facultativo. Una vez allí fueron atendidos por la esposa de aquél, quien al principio se manifestó molesta por la intromisión, pero finalmente admitió que su cónyuge venía obrando de forma muy extraña últimamente, y temía que estuviese perdiendo la cordura. Tras ello, accedió a que revisaran las pertenencias de su marido, y el inspector encontró dentro del maletín de cirujano un cuchillo de trinchar, objeto que obviamente no tenía sentido lógico que estuviera guardado allí.                    
                                                 
La investigación continuaría avanzando hasta desembocar en la detención del profesional quien, luego de ser examinado por sus pares médicos y tras determinarse que se hallaba irremisiblemente fuera de sus cabales, terminaría encerrado en un manicomio durante el resto de su vida.

Al igual que sucediera con tantas otras, esta incomprobada conjetura sufriría diversos ajustes en las ulteriores obras que retomaron el asunto. Depurando la versión, se aseguraría que el anónimo galeno, sospechoso gracias a las premoniciones del espiritista, no era otro más que Sir William Withey Gull, el cual efectivamente residía en las cercanías de Park Lane; más concretamente en el número 74 de Grosvenor Square. En su mansión recibiría la impertinente visita de un detective de Scotland Yard -el inspector Frederick Abberline, de acuerdo con algunas propuestas- asistido por el médium acusador.

La esposa del Dr. Gull se indignó ante la presencia de los extraños que requerían al dueño de casa, pero después intervendría el propio médico, apaciguando a su cónyuge y encarándose con los intrusos. Sir William trató de desviar las suspicacias que recaían sobre el príncipe Albert Víctor, paciente suyo al cual trataba por su progresiva sífilis, y de cuya identidad como asesino de Whitechapel el doctor estaba al tanto. Aparentemente procuró atraer -en un gesto de grandeza- esas sospechas hacia sí mismo pretextando que padecía amnesia, y que en cierta ocasión se despertó con las mangas de su camisa empapadas de sangre.

En fin: que el Dr. Gull constituía el médico oficial de la corona inglesa por el año 1888, y que se le había encomendado cuidar del enfermo de sangre real deviene una circunstancia históricamente verificada. El resto pertenece al ámbito de la fabulación, o por lo menos de los hechos no corroborados.


Ni su enjundia profesional evitaría que el
Dr. William Gull fuese acusado de ser Jack el Destripador


En cuanto atañe a Lees, sin duda le gustaba el circo mediático y, de hecho, merced a ello se ganaba la vida. Nunca se animó, sin embargo, a defender públicamente esta versión, pero permitió que en notas de prensa otros lo hicieran por él. Así fue que la leyenda del médium que actuó mancomunado con las autoridades en procura de capturar al asesino serial victoriano perduró en el tiempo.

Ejemplo de esta creencia es una carta despachada desde el correo en noviembre de 1889, y que permanece en los archivos de la Policía Metropolitana. Stephen Knigth, primordial promotor de la teoría de la conspiración monárquico masónica, a través de su taquillera obra Jack the Ripper: The final solution  (Londres, Inglaterra, 1976), pretendió que esa comunicación representaba una prueba irrefutable de que Robert James Lees integró las pesquisas en pos de dar caza al criminal.

En la letra referida un presunto "Jack el Destripador" se burlaba de las fuerzas del orden, y calificaba a sus jerarcas de incompetentes. Aparentemente comenzaba señalando:

"Querido Jefe.
Ya ves que no me has atrapado todavía con toda tu astucia, con todos tus Lees, con todos tus maderos..."

Se suponía que si ya por el año 1889 había cobrado estado público que el psíquico participó en la infructuosa búsqueda, era claro que bien podía ser cierta la versión conforme la cual, fundado en sus visiones, guió al detective de Scotland Yard hasta la casa del cirujano sospechoso.

No obstante, en la magnífica obra Jack el Destripador. Cartas desde el Infierno, escrita por los peritos Stewart Evans y Keith Skinner (ediciones Jaguar, Madrid, España, 2003) se estudia minuciosamente dicha misiva y se descubre la verdad. En realidad allí no decía "Lees", sino "Tecs", palabra ésta que evoca a un lunfardismo con el cual las clases bajas del East End londinense calificaban despectivamente a los agentes de policía. Por ende, ninguna prueba válida avala que el médium participase en la investigación y persecución del matador de meretrices.

A despecho de la orfandad de evidencias, el mito de que Lees le pisó los talones a Jack the Ripper ha perdurado desde 1931, cuando una revista especializada en temas esotéricos editase una nota alusiva bajo el rótulo "El vidente que descubrió a Jack el Destripador".

Pero Robert James Lees no es el único iluminado que se registra vinculado a la historia de Jack the Ripper. Más mediático que él resultó el célebre Aleister Crowley. De casi todo se ha acusado a este individuo. ¿Agente de Lucifer, místico, charlatán? Tal vez fue un poco de cada una de estas cosas. Personaje extraordinario del siglo XX, sin embargo, este hombre dejó su singular impronta sobre las sociedades ocultistas.


El místico Crowley vestido con curioso atuendo


En una de las más recientes acusaciones que se le endilgan lo imputan de ser el responsable de la sucesión de misteriosas muertes acaecidas luego del descubrimiento de la tumba del faraón Tutankamón.

Edward Alexander Crowley vino a este mundo el 12 de octubre de 1875 en el seno de una familia inglesa acomodada (su padre fue un magnate cervecero). El dinero que heredó de su acaudalado progenitor le posibilitó llevar una existencia de leyenda, aunque con el andar el tiempo supo acrecentar sus arcas por méritos propios, ya que decenas de seguidores solventarían sus emprendimientos mesiánicos.

Fue igualmente un poeta y un escritor radical, además de mago, drogadicto y bisexual. La prensa lo fustigaría con acritud aplicándole epítetos tales como "El hombre más malvado del mundo" y "La gran bestia 666". Definió a su doctrina esotérica "Iluminismo científico", método que, conforme adujo, cuando deviene utilizado e interpretado adecuadamente, sintetiza la sabiduría humana suprema. Los mensajes crípticos de sus teorías resultaron difundidos por conducto de la revista The Equinox -El Equinocio-.

Entre otras curiosidades, se cuenta que Alesteir fue quién le sugirió al líder Winston Churchill el empleo del símbolo de la "V" de la victoria, mediante la exhibición de los dedos mayor e índice de la mano derecha. Durante la Segunda Guerra Mundial se presentó ante la opinión pública como un patriota inglés, y apoyó a los soldados en lucha remitiéndoles panfletos con inflamados poemas y pentagramas místicos que -de conformidad pretendía- garantizaban el triunfo bélico de las fuerzas armadas aliadas.

Logró comandar la antigua asociación hermética Golden Dawn, no sin antes chocar contra miembros prominentes de la misma. Por ejemplo, con el literato William Butler Years, y con S.L. Mac Gregor Matthers. En dicha entidad Crowley principió a ejercitar ceremoniales exóticos, inspirándose en las instrucciones de un remoto manuscrito del siglo XV conocido por el nombre de "El libro de la magia sagrada de Merlín el Mago".

Lo radiaron de esa secta por causa de sus actitudes rebeldes y contestatarias, pero pronto fundaría la Astrum Argentum. También actuó con singular brillo dentro de la renombrada orden ocultista OTO (Ordo Templis Orientalis), sociedad masónica rosacruz para la cual redactó los textos de una misa gnóstica.

Años más tarde, se retiró a Escocia donde instaló una magnífica mansión emplazada a las orillas de lago Nees, a la cual bautizó: "Palacio de Boleskine". Observaba la manía de cambiarse de alias y, entre los muchos que utilizó al cabo de su luenga vida, se cuentan los de Conde Vladimir Svareff, Master Terrino, Príncipe Chiog Kim, Baphomet, y Lord Boleskine.

En el correr de su estadía en Norteamérica, una vez concluida la Primera Guerra Mundial, estrechó relaciones con personas de variopinta opción sexual para -según alegara- reforzar así el alcance y poderío de sus ceremonias gnósticas. En este país conoció a su segunda esposa, Leah Hirsing, a quien calificó herméticamente "Mujer Escarlata", y la cual contó con la Baronesa Vittoria Cremers como su primordial asistente.

Residiendo en Italia fundó la llamada Abadía Thelema, en la ciudad de Cefalú, Sicilia. Allí se dedicó a organizar a un reducido grupo de devotos con los cuales consumaba orgías sexuales en pos de potenciar la eficacia de sus rituales mágicos. El régimen fascista de Benito Mussolini lo expusó de esa nación, tras el escándalo desatado a raíz de la muerte de un adepto a la orden, debida a intoxicación por ingesta de estupefacientes. Aparte de ese trágico hecho, las autoridades itálicas lo consideraron un espía británico y, pese a que dicha acusación era falsa, el propio Crowley se encargó de propalarla con el objeto de auto promocionarse.

Ya había despertado, debido a sus actitudes excéntricas, la atención pública desde tiempo atrás. Por caso, en el transcurso del año 1901 se encontraba residiendo en México cuando se enteró del fallecimiento de la Reina Victoria. Acto seguido, delante de testigos, se puso a bailar una pretendida danza ceremonial azteca, al tiempo que exclamaba jubiloso que por fin vendría la era de la luz. Y es que, conteste con la opinión de este seudo profeta, la anciana monarca representaba el símbolo del más arcaico oscurantismo y de la máxima intolerancia política, social y religiosa. En aquel país centroamericano, asimismo, afirmó haber descubierto y perfeccionado un sistema centrado en fórmulas alquímicas que le permitía volverse invisible.

Poco después, avanzando el año 1904, sacó a publicidad el primigenio de sus ensayos de largo aliento, a saber: "El libro de la Ley", cuyo principio crucial consistía en "Haz lo que quieras", de consuno con el cual no existe otra ley por encima de la voluntad individual. A través de ese trabajo literario desarrolló una intensa apología a la libertad sexual, así como al consumo sin trabas de las drogas, los alucinógenos, y al ejercicio de las prácticas mágicas. Todo ello se relaciona con lo que dio en llamarse "Cultura Thelémica"; manifestación social que, de hecho, configuró un adelanto temporal al movimiento hippie operante en Estados Unidos por la década sesenta de la pasada centuria.

Para las sociedades demoníacas la obra y el ejemplo proporcionado por este gran adepto conformó una fuerte influencia de la cual daría cuenta, años más adelante, la fundación de la denominada "Iglesia de Satán", a cargo de Anton Lavey, en California, la que lo tuvo por uno de sus más fecundos mentores.

El extravagante iluminado murió en plena ruina económica durante el decurso del año 1946 en una casa de huéspedes situada en la localidad de Hasting, condado de Sussex, Gran Bretaña, a consecuencia del agravamiento de una enfermedad asmática crónica. De acuerdo comentó la enfermera que lo atendiese en sus instantes postreros, sus últimas palabras fueron: "A veces me odio a mí mismo".

Aleister Crowley contaba con sólo trece años en 1888, pero ya desde entonces los crímenes del Este de Londres comenzaron a obsesionarlo.

Una vez adulto se sumó al estudio de aquel irresuelto caso criminal. Pero, tal como cabe imaginar, lo hizo con su particularísisma impronta. ¿Cuál fue el candidato postulado por el psíquico para el cargo de haber sido el asesino de Whitechapel?  Una mujer. Nada menos que la también mística Helena Petrona Blavatsky; más recordada para la historia como Madame Blavatsky, escritora, ocultista y teosofa rusa que fuese una de las fundadoras de la Sociedad Teosófica.


La ocultista y sospechosa Madame Blavatsky


La única base para tan infundada atribución estriba en que está comprobado que la teosofa residía en Inglaterra desde 1887. En el año de los asesinatos del East End fundó la rama esotérica de la Sociedad Teosófica. También publicó el libro “La doctrina secreta”, que venía preparando desde varios años atrás, y que se considera una de las obras más representativas en la materia. Su salud era ya delicada y falleció tres años más tarde en 1891.



VI) ¿PODRÍA  UNA  MUJER  HABER  SIDO  JACK EL  DESTRIPADOR?





Elizabeth Williams


Elizabeth "Lizzie" Williams, esposa del afamado médico galés de la casa real británica John Williams, es la última candidata presentada para ocupar la esquiva identidad de Jack the Ripper en su versión femenina. Así se sostiene en una obra aparecida en el año 2012 donde, con peregrinos argumentos, se la postula como asesina de las prostitutas mutiladas durante el otoño europeo de 1888.

Se pretende que Lizzie disponía de algunos esenciales conocimientos de anatomía y disección gracias a ser cónyuge de un connotado cirujano, y que sus móviles para asesinar y amputar fincaban en el cerril odio que sentía hacia las meretrices, porque éstas podían concebir hijos mientras que ella era infértil. Asimismo, se sugiere que la víctima Mary Jane Kelly era amante de su esposo, etc, etc...

Vale decir, todas las alegaciones utilizadas a fin de fundar la responsabilidad de esta señora carecen de cualquier base, devienen disparatadas, y en verdad cuesta creer que la formulación hubiera circulado con tanta insistencia en la prensa y a través de Internet, a despecho de tratarse de una hipótesis tan absurda.

Debe subrayarse, no obstante, que no resulta novedoso culpar a una mujer de haber sido el victimario serial designado "Jack el Destripador". Estas conjeturas siempre han sido estrafalarias, y en este caso la proposición no se volvió diferente de otras antiguas nominaciones que también fueron ridículas.

Viendo la fotografía de la cónyuge del galeno John William, y advirtiendo su frágil constitución, bastaría con ello para descartarla cómo plausible homicida. Pues si algo caracterizó al brutal matador en cuestión es que debía tratarse de una persona que gozaba de notable vitalidad y gran enjundia muscular.

Cabe recordar que, precisamente, el tema de la fortaleza física desplegada por quien perpetró los ataques conformó uno de los débiles argumentos aducidos a fin de culpar -años después de su ejecución- a una joven británica contemporánea a los crímenes del Ripper, llamada Mary Eleanor Pearcey.


Mary Eleanor Pearcey


Esta muy peligrosa fémina consumó sus homicidios en el año 1890, llevando a término el despiadado acuchillamiento de la esposa y de la hija del hombre que por entonces era su amante. El 23 de diciembre de aquel año, Mrs. Pearcey, contando a la sazón con sólo veinticuatro años, subiría al cadalso de la prisión de Newgate expiando la culpa impuesta por sus violentos crímenes. Las fotografías que de ella se conservan la retratan como una chica delgada, de rostro poco agraciado y hombruno, en el cual resalta una amplia y prominente dentadura.

Se llevó a la tumba varios secretos. Entre éstos, el motivo que la impulsó a realizar un críptico mensaje que, en periódicos de Madrid, España, su abogado hiciera publicar en cumplimiento de la última voluntad manifestada por su defendida. El texto de dicho comunicado mentaba: "Para M.E.C.P último pensamiento de M.E.W. No te he traicionado".

Esta extraña acción de la condenada a muerte se interpretó como un aviso dejado a un cómplice, haciéndole saber que -pese a las presiones recibidas- mantuvo la boca cerrada, y no delató ante la policía la participación de  aquél en los asesinatos que la enviaron a la horca.

Nunca se acusó formalmente durante su proceso penal a Mary Eleanor Pearcey, la matadora de la época victoriana, de haber sido la pretensa criminal destripadora. Su postulación para tan oscuro cargo exclusivamente se debió a especulaciones ulteriores a su trágico deceso.

Muy escasos puntos en común guardaba la personalidad de aquella malograda joven con las características personales, y con el modus operandi ultimador, que cabría atribuirle a la ficticia Jill the Ripper. Entre otras razones, la asesina a la cual venimos refiriendo no era una obstetra, ni mantenía vinculación con la profesión médica. Sus delitos estuvieron, puntual y claramente, inspirados en los celos, y en el ciego anhelo de quedarse con el amante de su víctima, eliminando de paso a la hija de aquella para no dejar potenciales testigos con vida.

Dicho rasgo la coloca dentro del elenco de victimarios denominados "spree killers" -homicidas itinerantes u ocasionales-; categoría diversa a la de los asesinos seriales a la cual, sin la menor vacilación, pertenecía el metódico ultimador de mujeres que operó en el distrito de Whitechapel.

Al ser consultado con respecto a su opinión de quién podría ser el asesino, Arthur Conan Doyle, el inmortal creador de Sherlock Holmes, expresó creer que una mujer podía ser la causante de las muertes.


Arthur Conan Doyle


Tan sólo una mujer representaría la solución apropiada para una sumatoria de preguntas que se formularon las desconcertadas autoridades policiales de entonces, tales como:

¿Qué clase de persona habría podido deambular sola, sin despertar sospechas en las sórdidas noches del este de Londres, cuando se llevaron a cabo los crímenes? ¿Qué individuo podía haber transitado aquellas callejuelas con las ropas manchadas de sangre y, aun así, haber pasado inadvertido? ¿Quién poseía conocimientos médicos, de entidad tal, para haber infligido las extensas mutilaciones apreciables en los cadáveres? ¿Qué sujeto iría a disponer de una sólida coartada, en el caso de ser visto junto a las futuras difuntas?

La postulante perfecta a fin de llenar esos requerimientos -además de tratarse de una fémina- debía ejercer la profesión de partera o, cuando menos, dedicarse al más modesto oficio de comadrona. Probablemente, devenía conocida por las víctimas al haberle practicado abortos a algunas de aquellas, o bien a otras compañeras de oficio con las cuales mantenían trato.

Esta circunstancia explicaría la actitud desprevenida adoptada por éstas en los instantes precedentes al fatal ataque, a pesar de que debían estar alertadas de que un sádico acechaba a la caza de meretrices. La criminal en cuestión debía poseer la fuerza muscular suficiente para someter a sus agredidas dejándolas indefensas, mediante una enérgica maniobra de estrangulamiento.

Al tratarse de una partera, era dable imaginarla haciendo gala de la destreza y pericia imprescindibles para inferir las mutilaciones a los cadáveres de aquellas desafortunadas. Las disecciones ejercitadas en los cuerpos daban la impresión de haber sido ocasionadas por una mano que dominaba rudimentos sobre anatomía humana; extremo compatible con la sapiencia que correspondía aguardar en una obstetra.

En favor de la hipótesis de una partera o comadrona asesina milita la creencia generalizada de que el agresor forzosamente tenía que ser un hombre; razón por la cual una fémina podía andar libremente por los barrios bajos londinenses sin despertar ningún resquemor.

A lo sumo, cabía esperar de una señora deambulando sola de noche por tan peligrosos arrabales que la desgracia le recayera, y terminara convertida en una nueva presa humana de aquel maníaco. Pero a nadie jamás se le iría a ocurrir que, en realidad, la ejecutora de las prostitutas era ella.

Está acreditado que Jack el Destripador no violaba a sus víctimas. Las autopsias son concluyentes en que no se hallaron fluidos seminales, lo cual indujo a presumir que el victimario podría ser un varón impotente. Pero, claro está, no se iría a postular -pues devenía inimaginable- la solución que más obviamente explicaba la ausencia de actividad sexual sobre las extintas.

Y tal respuesta, ante la carencia de muestras de semen, era que no podía de modo alguno haberlo, en tanto el verdugo no era -por más increíble que pareciera- un hombre, sino una mujer.Tal resulta, en esencia, la teoría de "Jill the Ripper".

Desde el mundo de la ficción, se propuso a varias asesinas para el papel de haber sido el psicópata del East End. Uno de los libros más destacados se editó en 1939, y tuvo por autor al periodista australiano William Stewart. Su título fue: "Jack el Destripador: Una nueva teoría".

En la trama de esa obra, la culpable resultaba una partera poseedora de tremenda potencia física. Esta comadrona era muy torpe en la práctica de su oficio, y sus intervenciones solían concluir trágicamente con el óbito de sus pacientes. Para cubrir las huellas de sus errores letales, la obstetra comenzó a mutilar los cuerpos sin vida, fingiendo que se trataba de los bestiales homicidios cometidos por un loco. La prensa, en su afán de vender periódicos, fabricó el mito de "Jack el Destripador", lo cual fue aprovechado por la responsable -quien seguía matando involuntariamente a sucesivas clientas- a fin de desviar de sí las sospechas y la investigación policial.

Dos años antes -en 1937- se había publicado el libro de Edwind Woodhall: "Cuando en Londres caminaba el terror". Aquí una ficticia modista rusa (Olga Tchkersoff ), de sobrehumana fortaleza, era quién en las brumosas noches se vestía de hombre y salía a asesinar.

Y es que Olga estaba furiosa con las rameras por haber inducido en el viejo oficio a su inocente hermana menor, que murió de septicemia tras un aborto mal practicado. Mary Jane Kelly, atento a esta versión, fue la inductora que guió por el mal sendero a la hermana de la modista. Ello provocó que la desquiciada vengadora desfigurase con mayor saña el cuerpo de aquella desventurada.

Tiempo más tarde, en notas editadas por agosto de 1972 en el periódico The Sun, el ex policía Arthur Butler insistió con la teoría de William Stewart aportando mayores presuntos datos. Según Butler, la innominada partera contaba con un cómplice masculino que fue el encargado de consumar los homicidios. De acuerdo con esta proposición, además de mediar errores abortivos que determinaron los fallecimientos, al menos dos de las presas humanas perecieron a raíz del encarnizamiento de ese compinche.

Se pretendió que Emma Elizabeth Smith chantajeaba a la partera, amenazándola con denunciarla a las autoridades si no le pagaba una gruesa suma de dinero a cambio de su silencio. Las prácticas abortivas eran castigadas severamente en la legislación inglesa, y la desesperación por evitar una denuncia, que suponía muchos años de cárcel, indujo a la amenazada obstetra a fraguar la muerte de la chantajista. Su amigo la remató, luego de que entre ambos la apalearan con ferocidad. Le infligieron a la víctima terribles heridas -por las cuales fue internada el lunes 3 de abril de 1888 en el hospital de Whitechapel- provocándole una agonía que al día siguiente la llevó a la tumba.

Igual desgracia recayó el 7 de agosto de ese año sobre Martha Tabram, quien resultó ultimada mediante múltiples cuchilladas por el sanguinario secuaz de la obstetra. La razón argüida aquí fue que Martha condujo a una joven compañera de oficio, de nombre Rossie, para que se le ejercitase un aborto. La chica feneció presa de la torpeza ejecutiva de la comadrona. Como Tabram los importunaba, con sus insistentes preguntas acerca del paradero de su amiga, decidieron silenciarla.

Estos homicidios se consideraron labor de un criminal demente y salvaje. El "Asesino de Whitechapel", al cual más adelante se bautizaría "Jack el Destripador" cuando una retahíla de errores abortivos precipitó el fin de las victimas canónicas, desde Mary Ann Nichols hasta Mary Jane Kelly. Las amputaciones post mórtem  infligidas a los organismos tuvieron por finalidad hacer creer que aquellos óbitos, fruto de fallidos abortos, devenían la abominable faena de un ejecutor de prostitutas.

En fin: tal cual cabe advertir tras este repaso, las muestras de fantasía literaria donde se endilgó a mujeres haber sido Jack the Ripper  han recorrido un azaroso camino, y no parecería que el libro en donde se responsabiliza a la esposa del médico John Williams termine siendo la última perla de este largo collar.
                                   


VII)  MÉDICOS  FORENSES  EN  LA  HISTORIA  DE  JACK  THE  RIPPER



Desde el comienzo fueron motivo de encendida polémica, y de arduo dilema, los eventuales conocimientos de anatomía que pudiera ostentar el criminal que durante el otoño de 1888 se encarnizara con las prostitutas del East End londinense.

Un puñado de médicos forenses participaron en las autopsias y en la elaboración de los reportes de las muertes atribuidas a aquel homicida serial. Destaca entre todos esos profesionales el Dr. George Bagster Phillips, cirujano de la Policía Metropolitana. Resultó lógico que este galeno apareciera en forma preponderante, en tanto la mayoría de los óbitos acaecieron dentro de la jurisdicción asignada a la Policía de la Metro para la cual revistaba.


Boceto del Dr. George Bagter Phillips


La excepción la conformó el homicidio perpetrado contra Catherine Eddowes, a primeras horas de la madrugada del 30 de septiembre de 1888 en la plaza Mitre, pues ese crimen cayó bajo la competencia de la Policía de la City de Londres. Debido a esta circunstancia jurídica, el forense encargado de ejercitar aquella necropsia devino el cirujano oficial de la Policía de dicha urbe: Dr. Frederick Gordon Brown.


Dr. Frederick Gordon Brown

Le cupo una intervención subrayable, asimismo, al médico Thomas Bond. Este profesional se encargó, junto al aludido Dr.Phillips, de redactar el informe de la autopsia practicada al destrozado cuerpo de Mary Jane Kelly. Pero lo más llamativo fue que presentó, a solicitud de Scotland Yard, un reporte criminológico sobre la plausible personalidad del matador múltiple.

Visto así, este cirujano fue un pionero de los modernos estudios de perfilación criminal que efectúan el FBI y otras instituciones policiales y, por ende, precedió a emblemáticos expertos en materia de perfilación de homicidas de la talla de David Canter y Robert K. Ressler, por ejemplo.

También se lo recuerda por su creencia de que aquel victimario serial no podría haber sido un médico, en tanto no acreditó siquiera los rudimentos de disección que cabría aguardar en un carnicero o en un matarife, dado el alto grado de desorden que exhibían las heridas infligidas a los cadáveres.


Dr. Thomas Bond


De acuerdo con este facultativo, los homicidios que ulteriormente darían en denominarse "canónicos" fueron todos facturados por el mismo agresor, el cual no había dado cuenta de una especial sapiencia técnica a la hora de acometer las mutilaciones. No se habría tratado de un cirujano, ni de un sujeto vinculado a la profesión médica. El motivo de los asesinatos consideró que radicaba en un desenfrenado apetito sexual, pese a que las autopsias practicadas a las víctimas descartaban la presencia de fluidos seminales. Tal vez era impotente o sufría dificultades para acceder al coito de manera normal.

A partir de datos recabados en la escena de los crímenes, y del análisis de los cadáveres, el forense se animó -cosa insólita para aquella época- a plantear su parecer sobre cuál podría ser la personalidad del matador. A éste lo imaginó como un individuo de mediana edad, costumbres sobrias y temperamento sosegado, de quien sus vecinos jamás sospecharían nada malo. Debía disponer considerables ingresos económicos y un trabajo estable que lo inhibía de emprender sus asaltos en los días hábiles, lo cual justificaba que éstos siempre tuviesen cabida los fines de semana.

De modo pues que en los balbuceos en pos de elaborar un esquema psicológico sobre este tan extraordinario homicida, se lo conceptuaba un delincuente de índole sexual, detentador de una doble personalidad al más puro estilo de Dr. Jekyll y Mr. Hyde.

Igualmente le correspondió un papel de interés en la historia de Jack el Destripador al Dr. Thomas Openshaw. Este prestigioso patólogo dio su parecer tras examinar el trozo de riñón que arribó por correo dentro de una caja de cartón dirigida al Presidente del Cómité de Vigilancia de Whitechapel el 16 de octubre de 1888. Dicho cirujano ratificó la naturaleza humana de aquel órgano, así como el hecho de que pertenecía a una mujer de cuarenta a cuarenta y cinco años de edad aquejada, en un estadio avanzado, por una enfermedad típica en los alcohólicos.

Sin embargo, preguntado si aquella víscera casaba con la de Kate Eddowes (a quien dos semanas atrás el asesino le extirpase su riñón izquierdo) el especialista se mostró dubitativo, y  dejó entrever que el órgano no pertenecía a dicha occisa, sino que podría haberle sido extraído a un cadáver dispuesto para la disección. En suma: Openshaw admitió que tal vez el truculento obsequio sólo conformase una broma gastada por un estudiante de medicina a costa del entonces mediático George Akin Lusk, que presidía el grupo de perseguidores civiles del matador londinense.


Dr. Thomas Openshaw


Otro perfilador contemporáneo a las mutilaciones victorianas fue el doctor Lyttleton Stewart Forbes Winslow, un reputado neurólogo o "alienista" -expresión mediante la cual se designaba en la era eduardiana a tales profesionales de la medicina-, el cual propugnó la hipótesis de que la luna oficiaba de causa motriz en la masacre desatada.

Este facultativo era un especialista en afecciones mentales procedente de una antigua prosapia de galenos. Las matanzas del Ripper lo perturbaron en grado sumo y, una vez puesto a reflexionar en la manera de resolver el enigma, se forjó una rápida idea de cuál podría ser la más verosímil personalidad de aquel salvaje. Definió al ejecutor como un desorientado con dogmáticas creencias religiosas, persuadido de estar llamado a cumplir en la tierra un destino aniquilador designado por Dios.


Dr. Lytletton Forbes Winslow


¿Que movía a Jack el Destripador a actuar? ¿Quizás lo imbuía una alteración psiquiátrica fundada en religiosidad enfermiza, o la influencia de fuerzas naturales aún más irrefrenables? Para contestar a tales interrogantes el Dr. Forbes Winslow desarrolló la hipótesis de la influencia lunar como explicación de aquellas insensatas tropelías.

A juicio del emprendedor facultativo, el perpetrador padecía una manía sanguinaria incurable y se trataba, por tal razón, de un desquiciado con intérvalos lúcidos que aún no había sido desenmascarado, y que continuaba ocupando un lugar en la sociedad. Tales dotes de camaleón le permitían sorprender inermes a sus víctimas, valiéndose de esa apariencia de normalidad que era capaz de fingir.

El alienista planteó una conjetura que designó "teoría de la locura lunar". En ella trazó un contorno psicológico del escurridizo delincuente, caracterizándolo como un criminal monomaníaco embargado por fundamentalismos religiosos extremos, y persuadido de tener un destino ineludible para cumplir en este planeta. Siguiendo sus desviadas creencias este sujeto habría elegido a los componentes de cierto grupo social -en este caso meretrices- para descargar allí su implacable venganza.

Al comienzo el forense se puso en contacto con las fuerzas del orden. Años más tarde, proporcionó a un rotativo una extensa entrevista sobre el tópico. Finalmente, resumiría sus pensamientos acerca del misterio del Destripador en un libro autobiográfico editado en 1910. El autor pretendía que si el cuerpo policial seguía fielmente sus instrucciones estarían en condiciones de arrestar al responsable en un término inferior a las dos semanas.

Su inicial consejo fincó en que debía colocarse por el territorio inglés, y en especial en el área aledaña a los crímenes, a un grupo de agentes disfrazados de mujeres, portando armas adecuadas bajo sus vestimentas femeninas. De acuerdo explicaba, los guardias de los manicomios eran los candidatos más idóneos para conducir a buen puerto esa arrisgada misión, merced a su conocimento sobre la forma en que funcionan los cerebros enfermos.

Otra sugerencia que suministró a Scotland Yard radicó en que debían ponerse en comunicación con los hospitales psiquiátricos y, luego, confeccionar una pormenorizada lista que abarcase a los internos que  hubieran escapado en fecha reciente; o a los cuales se hubiese dado de alta por haber mejorado (en apariencia) su estado mental.

El primer acusado por el Dr. Winslow fue un comerciante que se afincaba en la pensión de un casero amigo suyo, quien le informó sobre la personalidad extraña de aquel inquilino.

El negociante solía abandonar por las noches la vivienda alquilada, y desaparecía durante lapsos prolongados, coincidentes con los homicidios. Incluso, en una de tales ausencias, la sirvienta de la casa de huéspedes encontró su cama manchada de sangre. Ese individuo odiaba a las busconas y se dedicaba, en sus momentos libres, a escribir octavillas llenas de rencor calificando a estas mujeres "fuentes de infección " y "emisarias del maligno".

Este presunto asesino misionero, al parecer, insistía que estas descarriadas eran la peor clase de arpía; y merecían morir a manos de un anónimo justiciero. Las definía como “escuálidas bebedoras de ginebra” que entregaban su cuerpo cual “impura mercancía por las calles”, mientras conducían a sus clientes a los recovecos donde les daban el sucio servicio, a cambio de saciar su sed alcohólica. Estaría justificado que el vengador fingiese ser un cliente más, y que portase consigo el fatal cuchillo presto a ser blandido cuando la desvergonzada se embriagaba en esos callejones.


Prostituta bebiendo alcohol frente a un cliente previo a brindar el servicio carnal


Tuvieran o no asidero los recelos contra ese arrendatario de mórbida religiosidad, lo cierto fue la denuncia del galeno requiriendo la detención de aquel hombre no halló eco en las autoridades. Pero, pese a todo, el inspector Donald Swanson elaboró un dossier interno dando cuenta de que había interrogado al sospechoso sugerido, y que se lo dejó libre por entender que nada más se trataba de un "extravagante inofensivo".

Como la policía no le hacía caso, Forbes Winslow apeló a la prensa. En declaraciones para el periódico The New York Times, en Nueva York, Estados Unidos (brindadas el 1 de setiembre de 1895, durante su asistencia al congreso médico legal de agosto a setiembre de aquel año) cambió de candidato. Ahora pretendió que Jack el Destripador era un estudiante de medicina proveniente de una respetable familia. El sospechosos, conforme adujo, era de complexión delgada, tez pálida, cabellos claros, ojos azules,  su exterior lucía irreprochable y estudiaba intensamente.

El médico investigador explicó que el endeble raciocinio de ese joven se fue derrumbando hasta quedarle como único sostén su fanatismo religioso, y que asistía puntualmente a los oficios matinales de la catedral San Pablo. Su fervor místico lo había llevado a ensañarse con las mujeres de la calle, a quienes buscaba exterminar obedeciendo a un programa de moralización y de saneamiento social autoimpuesto.

Como, más allá de estas vagas descripciones, aquí no se aportaba la identidad de la persona sindicada, por cierto que no se arrestó a nadie. Empero, aun cuando la persecución emprendida resultó infructuosa, el celo y el empeño desplegados revistieron, igualmente, innegable valor.

Y ello, porque este profesional fue de los primeros en diagramar el perfil psicológico de un homicida en serie. Sus ideas guardan contacto con las que emplean los "perfiladores" en la actualidad. De hecho, el alienista sugirió para la identidad de Jack the Ripper la figura de un culpable que mezclaba rasgos de los "asesinos misioneros " con facetas de los "asesinos visionarios". En tal sentido, cabe afirmar con propiedad que el Dr. Lytletton Forbes Winslow constituyó un precursor.

Tales categorías de ultimadores secuenciales recién devenieron acuñadas y perfeccionadas por la criminología transcurridas varias decadas desde esa añeja matanza. La descripción planteada reveló puntos en común con clasificaciones muy ulteriormente  diseñadas para los tipos o perfiles de los asesinos seriales.

Más de cien años transcurrieron desde aquellas primitivas formulaciones de los doctores Thomas Bond y Forbes Winslow. Modernos estudios en la confección de perfiles psicológicos sobre la identidad y personalidad de quien podría haber sido aquel culpable determinaron que, en noviembre de 2006, un grupo de expertos reconstruyeran la fisonomía del mítico finquitador secuencial victoriano. A tal fin, se basaron en los testimonios que estimaron más fiables. Así construyeron una imagen robot de cómo habría lucido la faz del taimado personaje, recreando su plausible apariencia física.

Laura Richard, jefa del comando de Crímenes Violentos de Scotland Yard fue la responsable de coordinar a un selecto equipo que incluyó a patólogos, historiadores y peritos en la elaboración de análisis criminales.

La evidencia recopilada los indujo a proponer que el responsable contaba con una edad de entre veinticinco y treinta años, medía entre un metro sesenta y cinco y un metro setenta, gozaba de complexión robusta, portaba poblado bigote negro, lucía cejas espesas, y ostentaba una cara angulosa con acentuados pómulos.

Su exterior sería prolijo y en su entorno social dejaba la impresión de ser un individuo perfectamente cuerdo; aunque era capaz de alcanzar cotas de violencia explosiva. Estimaron que debía residir en la región donde sucedieron las fechorías, y que se trataría de un ocupante de los atestados edificios situados en los alrededores de las calles Dorset y Flower and Dean.

El dibujo robot dio la vuelta al mundo incluyendo los citados rasgos faciales y, en su conjunto, la sensación que provoca es que no se trataba de un inglés; y ni siquiera de un anglosajón. Por cierto que no se parece en nada al clásico rostro británico, sino que el retrato refleja los rasgos de un extranjero. La de uno de los tantos inmigrantes rusos, polacos o judíos que, durante las postrimerías del siglo XIX, polulaban por los barrios bajos de Gran Bretaña.


Retrato robot con la posible fisonomía del asesino
         

Volviendo este relato a la época contemporánea a los crímenes, cabe recordar que los profesionales de la medicina la pasaron mal por entonces. Presionados por los jueces en las encuestas judiciales donde debían aportar su testimonio, y acosados por los periodistas, estos médicos se defendieron como pudieron.

Con excepción del Dr. Bond, los facultativos dieron a entender que el feroz maníaco disponía de algún grado de conocimiento anatómico. Aunque no lo afirmaron rotundamente, tras sus palabras se trasuntaba la idea de que el perpetrador era un colega médico, o un estudiante de cirugía muy diligente. También, en última instancia, podría tratarse de un carnicero o  matarife particularmente rápido y habilidoso a la hora de empuñar el cuchillo.

Dado que (salvo Thomas Bond) todos los forenses intervinientes en las autopsias de las víctimas del otoño sangriento (doctores George Bagster Phillips, Frederick Gordon Brown, Cecil Saunders, y William Sequeira) ponderaron que el atroz ultimador poseía conocimientos de anatomía y destreza para diseccionar, esas opiniones fecundaron la creencia de que un cirujano desequilibrado había desatado aquel caos vesánico.

Tales pareceres no tardarían en ser aprovechados por los escritores. El inicial libro que esgrimió la teoría del "médico asesino" data de 1929, y fue fruto del ingenio creativo del periodista australiano Leonard Matters, gestor de una obra que llamó: "The mistery of Jack the Ripper".

En aquella trama se aludía a un ficticio médico, a quien se designó "Doctor Stanley"; lo cual de hecho era una manera de llamarlo "Doctor x", pues el relator aclaraba que ese no constituía su verdadero apellido. Se pretendía que el Doctor Stanley perdió la razón, cuando su único hijo murió por culpa de una infección de sífilis contraída tras un apasionado encuentro carnal con Mary Jane Kelly.

El dolor tranformaría al respetable galeno en un desquiciado sádico que después de arrasar con la causante del drama de su vástago y, de paso, con otras mujeres de igual oficio, huyó rumbo a la República Argentina. Allí instaló prósperos negocios hasta -entrada ya la década de mil novecientos veinte- concluir sus días internado en un hospital de Buenos Aires aquejado por un cáncer terminal.

Poco antes de expirar, convocó a su lecho de muerte a un ex discípulo con el cual descargó su conciencia confesándole haber sido el terrible Jack the Ripper.

Andando el tiempo, otros médicos -estos sí de carne y hueso- devinieron acusados de haber sido el verdugo de rameras victoriano. El más célebre de ellos fue el doctor William Withey Gull, al cual Stephen Knigth en su libro de 1976 "Jack the Ripper: The Final Solution" tildó de fungir como ejecutor en una banda de masones, que perpetraron los desaguisados –de acuerdo allí se arguye- a fin de que las víctimas de Jack fracasaran en un supuesto chantaje contra la Corona británica.

El tiempo avanzó aún más, y no disminuyó la atracción que irradiaban los profesionales de la medicina como culpables plausibles. El último de los nominados al efecto resultó acusado por un descendiente suyo.

Tony Williams, en su libro de 2005 "Uncle Jack" (Tío Jack), propuso que su bisabuelo, el doctor John Williams constituyó aquel infame homicida secuencial. Este cirujano trabajaba, al momento de los asesinatos, en el Hospital de Londres, emplazado en Whitechapel. Incluso se pretende que habría tratado por sus afecciones venereas a varias de las víctimas, mientras hacía guardia en la enfermería del hospicio.

De lo que sí no caben dudas es que se trató de una figura prominente, pues logró el elevado título de "Sir" y ostentó el cargo de cirujano de la Casa Real inglesa, llegando a ser amigo personal de la Reina Victoria.


Dr. John Williams:
sindicado de ser Jack el Destripador

                                
El descendiente afirmó que el arma utilizada por el sádico facultativo consistió en un bisturí de su pertenencia que se halla guardado, a guisa de reliquia, en la Biblioteca Nacional de Gales, de la cual este flamante candidato a destripador fuera uno de sus fundadores



VIII)  ¿UN  ASESINO CONSPIRADOR? : LA TEORÍA MONÁRQUICO-MASÓNICA Y EL ENCUBRIMIENTO POLICIAL



La hipótesis de la denominada "conspiración monárquico- masónica", propuesta a modo de solución del enigma de Jack el Destripador, tuvo su punto de máxima divulgación desde el año 1976 merced al libro del escritor inglés Stephen Knigth con "Jack the Ripper. The final solution".

Antes de este pujante ensayo ya se había postulado al príncipe Albert Víctor como candidato a ser un desquiciado destripador, que asesinaba a las prostitutas en venganza por haber sufrido, a causa de éstas, un pretenso contagio venéreo.

Así lo sugirió el médico Thomas Stowell en un artículo difundido por la revista The Criminologist en noviembre de 1970. Aunque en aquella nota no se nombraba directamente al príncipe (sino que el acusado era designado crípticamente como "Mr. S") todos los indicios apuntaban al nieto de la reina Victoria. Luego de esta publicación, numerosas obras literarias, e incluso cinematográficas, tuvieron al joven aristócrata participando en el rol reservado al brutal victimario secuencial.

No obstante, "JTR. The final solution" decantó esas ideas, y el príncipe pasó a ser sólo la causa de la conjura, pero no el homicida mismo. ¿El motivo? haberse casado clandestinamente con una plebeya que le daría una hija, y constituir presunto objetivo de chantaje a manos de las víctimas de Jack el Destripador.

¿Los conjurados? en calidad de autores intelectuales se sindicó a altos cargos del gobierno, incluidos masones prominentes: Sir Charles Warren, Jefe de Policía de la Metro (encubridor), Lord Robert Salisbury, Primer Ministro (instigador), Lord Randolph Churchill (instigador y eventual co-ejecutor), Dr. William Gull (principal ejecutor).


Lord Randolf Churchill


En cuanto al personaje histórico que, de acuerdo con estas formulaciones, operó a guisa de perpetrador primordial, cabe destacar que su nominación experimentó un proceso paulatino, en cuyo curso pasó de encubridor del criminal a ser reputado directo responsable de aquellos homicidios múltiples.

La candidatura del insigne médico imperial Sir William Withey Gull se va perfilando en libros del estilo de "Whitechapel Trazos Rojos" de Iain Sinclair (White Chappell, Scarlet Tracings, Londres, Inglaterra, 1987). Posteriormente el galeno cumplirá igual rol en la estupenda novela gráfica "From Hell", guionada por Alan Moore y con dibujos de Eddie Campbell (aunque el propio autor aclara que su versión deviene sólo una ficción, pues él no cree seriamente que ese facultativo fuese el asesino de Whitechapel).

Sin embargo, Sir William tendrá el dudoso honor de ser encarnado como Jack el Destripador en la homónima película "Desde el infierno" llevada al cine bajo la dirección de los hermanos Hugues en el año 2001, donde el papel de Dr. Gull/Jack el Destripador resulta magistralmente interpretado por el actor británico Ian Holm.


Sir William Whitey Gull


Y no bastaron con las acusaciones (pretendidamente serias o declaradamente noveladas) contra el príncipe Albert Víctor y/o el Dr. William Gull, sino que la hipótesis de la conspiración monárquico masónica siguió ganando terreno. La saga del emblemático desgarrador victoriano cobró un intenso apogeo mediático al cumplirse los cien años de acaecida aquella masacre de postrimerías del siglo XIX.

Un papel valioso en esta explosión le correspondió a una miniserie británica de 1988 -dividida en dos episodios- sencillamente rotulada "Jack the Ripper". La misma tuvo por protagonistas esenciales al eximio actor Michael Caine, dando vida al inspector Frederick George Abberline, y a su contraparte femenina Jane Seymour, interpretando a una ficticia reportera y caricaturista del periódico Star.

La trama televisiva -que reitera la desarrollada en otras películas, y proviene de libros publicitados desde años anteriores- se caracteriza por imputar la identidad del matador a un aristócrata; en este caso, al médico Sir William Withey Gull. Pero el prominente criminal no actúa sólo, sino que para concretar con éxito su insana misión contará con el auxilio de un cochero cómplice llamado John Charles Netley, de acuerdo se nos cuenta en este guión debido al esfuerzo mancomunado de David Wickes -quien también opera de director- y de Derek Marlowe.

Frederick Abberline configura en esta obra el policía icónico. Será el adalid del bien y deberá luchar contra la corrupción política que, al cabo, le impedirá castigar debidamente al culpable. Y ello, pues la salida a luz de la identidad del ultimador de rameras conformaría una tragedia para el gobierno y la monarquía de Gran Bretaña. Al menos así se pretende en esta formulación, donde el perpetrador resulta un insigne galeno de la Casa Real inglesa.

La idea no deviene novedosa, y en la miniserie se evita culpar al otro gran nominado de sangre imperial: el príncipe Albert Víctor. Tampoco se hace caudal aquí de la teoría de la conspiración monárquico masónica. Ello a pesar de que dicha conjetura representa la base del esencial texto que puso en el candelero como responsable de los óbitos provocados por Jack the Ripper a la aristocracia y a los círculos de poder.

En esta miniserie no se plantea la alternativa de que la monarquía (y menos aún los masones, quienes ni siquiera son mencionados) fuera la responsable de eliminar a aquellas pobres mujeres. El propósito es más modesto, pues el dedo acusador sólo apunta a la aristocracia o, mejor dicho, a un distinguido miembro de la misma, el cual además disfruta del atenuante de padecer una enfermedad mental que lo torna inimputable. Por lo tanto, la finalidad aquí consiste en entretener, pero no en buscarse problemas con el poder. Ni los productores ni el director quisieron irritar a nadie.

No sucedió así con la obra literaria original que propulsó la teoría de la conjura monárquico masónica, y que había visto la luz pública en el año 1976, con la divulgación del ya referido libro “Jack the Ripper. The final solution" del periodista y ensayista Stephen Knigth.

Y es que el despliegue policial, periodístico y social llevado a cabo para lograr la captura del criminal que desde el año 1888 conmocionó a toda Inglaterra con sus atrocidades, y su consiguiente fracaso inapelable, hizo  inevitable que se avivasen en la Bella Albión los recelos y las suspicacias. Aunque luego de noviembre de aquel año ya no podrían ser endilgados más homicidios a la facturación del desmembrador, el resquemor y el miedo se habían instalado en la población, y tardarían décadas en desvanecerse.

Ese estado de alma constituía campo fértil para que se sospechase de la policía, y de los poderes que desde el gobierno monárquico de Inglaterra podrían haber impedido la eficaz actuación de los investigadores. Solo un extendido complot de muy alto nivel era apto para explicar cómo aquel feroz delincuente, del cual se suponía había llegado al colmo de burlarse de sus perseguidores en cientos de cartas, se mantuviera impune para siempre.

El terreno estaba adecuadamente abonado, pero los flemáticos ingleses tardaron varias décadas en trasladar al papel, a través de un libro, las sospechas anidadas en su inconsciente colectivo.

Así fue que en 1976 Stephen Knigth con su "Jack el Destripador. La solución final" sacó provecho de esos soterrados temores. Allí veremos a una policía corrupta, a una monarquía jaqueada por míseras prostitutas a las cuales habría que exterminar pues eran poseedoras de secretos muy fastidiosos, como el de conocer que el alocado príncipe Albert Víctor era padre de una bebé engendrada con la meretriz católica Annie Crook.

El Dr. William Withey Gull era el médico oficial de la corona británica por el año 1888, y se le había encargado cuidar (lo cual hizo con éxito) de la integridad física del Príncipe de Gales y, ulteriormente, de la precaria salud de su hijo, el heredero Príncipe Albert Víctor.

Se trató de un profesional sumamente respetado merced a sus logros científicos. Empero, ni siquiera tales méritos académicos le libraron de ser nominado -años después de su fallecimiento acaecido en el año 1890- de constituir el responsable de las mutilaciones inferidas por Jack the Ripper, operando como ejecutor material de un sórdido complot. No puede dejar de intercalarse que esta hipótesis resulta descartada (y hasta ridiculizada) por la mayor parte de los especialistas en la materia.

La obra de Stephen Knight, conforme se viene señalando, postula al médico de la Reina Victoria como ejecutor material de los homicidios.

Al Dr. Gull le sería asignada la innoble tarea de eliminar a las chantajistas. Pero este cirujano había sufrido un infarto cardíaco que le generó afasia, enfermedad que le produjo alucinaciones abismándolo en el desquicio cerebral. Excediéndose en las órdenes recibidas -que consistían en intimidar a las féminas, y no en matarlas- el eminente facultativo se transformaría en el monstruo que la posteridad conoció bajo el mote delictivo de Jack el Destripador.

Tal deviene en sustancia la teoría de "Jack, el asesino aristocrático"; mediática hipótesis que con el correr del tiempo fue experimentando notables modificaciones y dio lugar a variopintas versiones, como la que sirviera de hilo argumental a la miniserie antes referida.

Pero el desquiciado galeno no habría actuado sólo. Sir William fue secundado por el cochero John Charles Netley, y por otros personajes de encumbrado rango. Entre ellos, el mismísimo Primer Ministro de la época Lord Robert Salisbury, el máximo cargo policial General Charles Warren, y su segundo en el mando, Doctor (luego Sir) Robert Anderson; todos estos hombres serían integrantes de la masonería británica.

Echa de verse, pues, que la pretensa conspiración estaba compuesta por miembros de la realeza o, al menos, por jerarcas gubernamentales asaz prominentes; así como por seguidores de la logia masónica, institución de fuerte arraigo y poder en la Inglaterra victoriana.

¿Por qué un complot para eliminar (con tanta crueldad) a cinco míseras prostitutas?  La explicación brindada por el ensayista radicó en que estas mujeres (Polly Nichols, Annie Chapman, Liz Stride y Mary Kelly -a Kate Eddowes la habrían ultimado por error-) eran testigos indeseables del casamiento clandestino entre el Príncipe Albert Víctor y la plebeya Annie Crook, así como de la existencia de una hija con derecho al trono, fruto de dicho matrimonio.También se adujo que eran frustradas chantajistas que exigían dinero de la Corona inglesa a cambio de su silencio.

Atribuir el devoto Dr. Gull la faena de acabar con el riesgo de un escándalo de incontrolables dimensiones terminó siendo un grave error. Los restantes conspiradores no tomaron en cuenta que aquél había sufrido, en el anterior año de 1887, un ataque cardíaco que afectó sus facultades cerebrales generándole afasia, trastorno causante de alucinaciones en quienes lo padecen.

Presa de su desorden psíquico, el aristocrático galeno se creyó destinado a conjurar el peligro creado por las meretrices chantajistas. En su afiebrada mente se habría convertido en uno de los vengadores de la muerte del mítico fundador de la logia masónica: Hirám Abiff (quien, a su vez, falleció asesinado a manos de tres ingratos discípulos: "Jubela" "Jubelo" y "Jubelum", según cuenta la tradición de esa hermandad).

De acuerdo con el rito masón, a los traidores se los ajustició mediante cortes a cuchillo, infligidos de izquierda a derecha en sus cuellos: y sus órganos internos fueron extraídos y colocados de forma ceremonial en torno a sus cadáveres.De esa manera fue que perecieron también algunas de las víctimas del Destripador. Así comienzan las leyendas...

Ensayos ulteriores a la labor de Stephen Knigth; por ejemplo, el de Melvin Fairclough, asesorado por Joseph Gorman (también conocido como Joseph o Joe Sickert, pues alegaba ser hijo natural del pintor Walter Sickert), en su libro publicado en 1991: "The Ripper and the royals", llevarían las cosas aún más lejos.

En las arriesgadas especulaciones de este autor, la mismísima reina Victoria  fungiría de instigadora. Y el elenco de conjurados se integraría con los ya nombrados Lord Randolph Churchill, Dr. William Withey Gull y el cochero John Charles Netley, a los cuales se sumarían el antiguo preceptor del príncipe Albert Víctor, el abogado y poeta James Kennett Stephen y el artista Walter Richard Sickert.

Tales proposiciones conspiranoicas -casi parece de más advertir- son desechadas enérgicamente por los especialistas sólidos en el caso. Al decir de Alan Moore, en el apéndice gráfico de su celebrado comic "From Hell", pp.615, 616:

"...Joe Sickert vuelve a salir a luz en 1991, ahora en compañía del escritor Melvin Fairclough. Esta vez jura que contará toda la oscura historia... Netley y Gull sólo eran la punta del iceberg. Aparentemente del Destripador era una sociedad que incluía a J.K. Stephen, Gull, lord Salisbury, Netley y lord Randolph Churchill. El asesinato en serie se convierte en un juego de equipo. Los relatos de Joe, que son claramente ridículos, comienzan a poner a prueba incluso la credulidad de los aficcionados a Whitechapel..."

Transcurrieron los años, llegamos al 2012, y las teorías conspiracionistas brindarían un nuevo fruto. Un novel candidato a asumir la identidad de aquel elusivo asesino serial apareció en el horizonte ripperiano (y van...).

Se trató, en esta oportunidad, de un militar que revistaba en la inteligencia británica y fue contemporáneo a los desmanes del East End. Para más datos, conforme parece, era buen amigo del Comisionado de la Policía Metropolitana general Charles Warren. Su nombre: coronel Claude Reignier Conder.


Coronel Claude Conder: militar acusado de haber sido Jack the Ripper


El responsable de la llamativa teoría es Tom Slemen, prolífico gestor de ficciones vinculadas a los géneros de suspenso y de terror. En conjunción con el criminólogo Keith Andrews, desarrolla la conjetura de que el prenombrado coronel Conder y Jack the Ripper devinieron una misma persona.

¿Las pruebas que aportan estos escritores? No parecen ser muy efectivas. Señalan que Conder era un militar de inteligencia preparado en misiones cuasi suicidas y entrenado para matar. Habría desempeñado un rol clave en la persecución de los rebeldes irlandeses que en la era victoriana jaqueaban al imperio de la Bella Albión a fuerza de bombas y atentados.

Aseguran que el coronel era íntimo del máximo jerarca de la Policía Metropolitana de entonces, el plurimencionado general Charles Warren. Ambos militares fueron compañeros de estudios en el colegio de Chelteham (de hecho los restos de Claude Conder reposan en el cementerio de esa ciudad inglesa desde 1927).

Otras aventuras habrían hermanado a Warren y a Conder. Es sabido que el primero, además de su vasta y prestigiosa carrera castrense, fungió como arqueólogo. De acuerdo se destaca, en escavaciones practicadas en Oriente Medio, Sir Charles fue asistido por el coronel Conder, y también trabajaron buscando tesoros y reliquias en el casi mítico templo del rey Salomón en Jerusalén.


El general Charles Warren vestido de civil


Una vez que el mayor jefe policial de Gran Bretaña se percató de las pistas rituales que el verdugo de rameras dejaba adrede en las escenas de los crímenes, se valió de su influencia a fin de desactivar la marcha de las indagatorias orientadas a aprehender al responsable de esas barbaries.

Entre tales indicios se cuentan los anillos quitados a Annie Chapman y la prolija colocación de monedas en torno a su cadáver. Señal más diáfana aún la configuró el mensaje pintado sobre la pared de la calle Goulston, donde se imprimiese la críptica palabra "Juwes" que el general Warren mandó borrar en forma perentorea.

La conspiración policial-militar se impuso para embozar los homicidios que ensangrentaron aquel otoño de 1888. Sir Charles se negó a perseguir a su colega y amigo. Empero, su desidia no se debíó exclusivamente a lealtad y camadería, sino a saber que el coronel Conder cumplía con órdenes superiores al aniquilar ceremonialmente a las meretrices.

¿Motivos? No quedan claras las razones de estas fechorías. No olvidemos que Tom Slemen, el propulsor de esta hipótesis conspiranoica, es un novelista dedicado a producir cuentos de suspenso y de terror que en esta emergencia innova e incursiona en la pesquisa histórica. Y, a decir verdad, el suministro de pruebas sólidas y de argumentos lógicos no parece representar su fuerte.

No deviene la primera vez que se barrunta que una conspiración de la policía dejó impune los asesinatos del matador en serie victoriano. La versión de este encubrimiento se gestó en el año 1894, cuando fue elaborado un memorandum de circulación interna por cuenta del connotado mandamás de Scotland Yard: Sir Melville Leslie Macnaghten.


Sir Melville Macnagthen: fue sospechado
de participar en un encubrimiento policial


El dossier redactado por aquel jefe se hizo célebre, y sirvió para echar luz sobre tres sospechosos (Montague Druitt, Michael Ostrog y Aaron Kosminsky); pero en realidad esos apuntes sólo tuvieron por móvil y propósito exculpar a un demente llamado Thomas Cutbush, quien a la sazón era objeto de virulentos ataques a cargo del periódico sensacionalista The Sun, que lo acusaba de ser el verdugo de las mujeres ultimadas en el otoño sangriento.

El tío del desequilibrado Thomas se desempeñaba de Superintendente en el Scotland Yard de esa época y, sabedor de la culpabilidad de su sobrino, lo habría protegido. Charles Cutbush, el presunto encubridor, contó con el auxilio de camaradas y de jerarcas para impedir que el escándalo llegase a manchar a las autoridades inglesas.

De allí que la policía habría optado por torcer el rumbo de las pesquisas (a través del memorándum Macnagthen) y se enfocaron en un suicida de hábitos extraños: Montague John Druitt; quien se había arrojado a las aguas del río Támesis días después del último homicidio facturado por el Destripador. Al menos así se pretende en "Jack: the Myth", ensayo fruto del ingenio creativo de la escritora A.P. Wolf, editado en el año 1993.

Vale expresar, pues, la teoría de la conspiración policial, con su carga de ocultamiento de pruebas y de deliberado desvío de sospechas, no configura cosa inédita. Ahora, Tom Slemen repite en su libro las tesis conspiranoicas de sesgo militar-policial, cuando sugiere al desconocido coronel Claude Reignier Conder para ocupar el sitial reservado al sádico criminal del este de Londres. Nada nuevo bajo el sol.



IX) ¿TRAFICANTES DE ÓRGANOS EN LOS ASESINATOS DE WHITECHAPEL?



En la encuesta judicial realizada por motivo del asesinato de Annie Chapman ocurrió un hecho muy curioso: el propio magistrado de la causa, el respetable Wynne Baxter, asombró a todos los presentes en la sala cuando planteó la hipótesis de que el homicida podría ser un extranjero dedicado al robo de órganos para su venta a entidades médicas.




Se aludió, pues, a algo que la sociedad victoriana mantenía oculto, pero que la gente sospechaba, a saber: la existencia de un tráfico de órganos más o menos solapado, y de organizaciones criminales muy activas que lucraban con este sórdido comercio.

Las conjeturas del juez pronto salieron en la prensa, y el pueblo británico se sintió, metafóricamente hablando, extremecido por un escalofrío de horror. Estos crímenes extraños que se venían verificando en Whitechapel durante el otoño de 1888 (con mutilación y extracción de órganos a las presas humanas) traían lúgubres reminiscencias. Les hicieron recordar unos sucesos macabros acaecidos en la cercana Escocia más de cien años atrás.


Juez Wynne Baxter


William Burke y William Hare, eran los nombres que concitaban tan inquietante recordatorio. Burke y Hare, los asesinos que pasaron a la historia del crimen bajo el mote de "Los traficantes de cadáveres", "Los profanadores de cuerpos", y por varios otros epítetos igualmente siniestros.

¿Quienes fueron?  Se trató de dos jóvenes norirlandeses que se conocieron en 1818, mientras trabajaban de obreros en la construcción del llamado "Canal de la Unión". Su amistad perduró y, en 1827, cuando Hare se casó con una viuda que regentaba una pensión para huéspedes, le propuso a Burke que viniese a ayudarles en compañía de su joven esposa Helen.

Aparentemente, trabajaron en forma honesta y normal durante un tiempo. Sin embargo, ya sea porque las ganancias que arrojaba la pensión eran magras, o ya fuese por ambición de mejoría económica, los hombres comenzaron a emprender una segunda actividad. Por las noches solían acudir a los cementerios de Edimburgo, Escocia, para desenterrar cadáveres recientemente sepultados. Luego los vendían a entidades médicas.

Cabe precisar que esta práctica, que hoy se nos antoja tan increíble, devenía bastante común por aquél entonces. Lo no habitual, empero, fue el proceder ulterior de estos desenterradores de cuerpos.




Un día un molinero borrachín falleció de un síncope cardíaco dentro de una de las habitaciones de la casa de inquilinato de los Hare, y ese cadáver estaba demasiado fresco como para desperdiciarlo. Raudamente, el dúo transportó el cuerpo al consultorio clínico de un connotado anatomista que ya era cliente de ellos: El doctor Robert Knox.

Y ya sea porque la suculenta suma que en esa ocasión percibieron (muy superior a la que les pagaban a cambio de otros restos humanos en mal estado) les estimuló la codicia, o ya fuese por mero sadismo, lo cierto resultó que a partir de ese incidente dio comienzo a la aventura sanguinaria de los socios.

Desde entonces, si algún huésped sin familia caía enfermo en el hospedaje a sus padecimientos ponía fin William Burke, asesinándolo mediante una maniobra de estrangulación que pasó a la historia forense con el nombre de "Método Burke".

Hare y las mujeres colaboraban pero, al parecer, la tarea ultimadora quedaba en exclusiva a cargo del robusto Burke. Una retahíla de misteriosas de desapariciones acababan en la casa de huéspedes, por más que nadie reclamaba a los desaparecidos. Se trataba de personas sin hogar ni familia, vagabundos, enfermos mentales o prostitutas menores de edad escapadas de sus hogares. Se adujo que la orgía criminal sumó dieciséis víctimas, aunque los victimarios terminaron siendo procesados por un número inferior de muertes.

El homicidio, particularmente cruel, de una anciana pordiosera (Mary Docherty) constituyó el último. Otra inquilina -la esposa de un soldado apellidado Gray- sospechó, y valiéndose de un descuido de Burke (quien había salido para ir a emborracharse a una taberna) ingresó a la sucia y desordenada habitación. Debajo de unas sábanas manchadas de sangre yacía el destrozado cuerpo de la infeliz anciana. Sobrevino la denuncia y las autoridades actuaron.

El grupo fue puesto bajo arresto, y el matrimonio Hare finalmente traicionó a su socio y amigo. Llegaron a un acuerdo con el fiscal de la causa penal para salvar el pellejo. William Burke terminó ejecutado en una plaza pública. Las esposas cómplices abandonaron Escocia bajo identidades falsas para eludir la ira popular.




Véase también

Jack el Destripador nos aporta historias y misterios, aunque también nos acerca muy interesantes documentos gráficos

No hay comentarios:

Publicar un comentario